Graduación: fiel exponente de un cine que logra sorprender y mantenerse fiel a sí mismo
La rumana, una de las filmografías insoslayables de lo que va del siglo XXI, tiene sus grandes nombres: entre otros, Cristi Puiu, Corneliu Porumboiu, Radu Muntean, Adrian Sitaru y Cristian Mungiu, el autor de Graduación.
Con 4 meses, 3 semanas, 2 días, Mungiu había logrado en 2007 la primera Palma de Oro en Cannes para Rumania. Con Graduación también compitió en Cannes, y ganó -compartido con Olivier Assayas por la recientemente estrenada aquí Personal Shopper- el premio al mejor director. Desde hace más de una década, este nuevo cine rumano ha logrado la proeza de seguir sorprendiendo y a la vez mantenerse fiel a sí mismo. Es decir, parte de la sorpresa es la capacidad de reinventarse o de volver a funcionar, desde coordenadas constantes: la duda como sistema, para entrar en dilemas morales de resultados inciertos.
Las preguntas sobre qué hacer y cómo manejarse en una sociedad tremendamente marcada por su pasado comunista, dictatorial, ineficaz, corrupto y de aislamiento conducen en general a thrillers domésticos, sociales, sin grandes explosiones -salvo las discusiones internas, entre familiares y/o funcionarios-, pero que generan -a partir de un armado tenso y que se percibe necesario- grandes dosis de tensión.
Toda esta descripción introductoria puede comprobarse (o ponerse a prueba, porque la duda es fundamental) en Graduación, historia de padre a hija, y de esposa y amante, y de ataque sexual y de una beca para irse del país, y de los contactos institucionales -policía, médicos, gestores de favores varios- que se traman frente a nuestra mirada, en pocos minutos de planteo y en un relato que mayormente se dedica a derivar acciones mediante una narrativa que no se fuerza o, mejor dicho, que su fuerza proviene de la lógica, una terrenal, urgente y hasta pedestre.
Lo que se relata con gran fluidez en Graduación parte de la unión entre los conflictos, los personajes, el realismo, la precisión actoral, la puesta en escena elaborada para que la interpretemos como simple, la prestancia y el aplomo de un director que se siente parte de una forma de hacer cine, más allá de su individualidad creativa.
El film propone un cine tan alejado de las pirotecnias y franquicias que inundan las pantallas como de cualquier idea de tedio, y si triunfa al problematizar las dudas de los personajes acerca de qué hacer en cada momento quizá se deba a que está sostenido por una notoria seguridad a la hora de crear, una convicción cinematográfica que no hay que soslayar.