La gran estafa
Dicen que el humor es tragedia más tiempo, y aparentemente ocho años es tiempo suficiente. ¿Cuán insólito es que Adam McKay, director de las rabiosas comedias seminales de Will Ferrell, sea la fuerza motriz detrás de una película sobre el colapso del mercado inmobiliario norteamericano y la subsecuente crisis financiera del 2007?
La gran apuesta (The Big Short, 2015) abre con una cita de Mark Twain: “Lo que nos mete en problemas no es lo que no sabemos, sino las cosas de las que estamos seguros pero no son ciertas”. En el 2005 todo Estados Unidos estaba seguro de que el mercado inmobiliario era infalible y que jamás habría tanto desempleo y pobreza como las de la Gran Depresión en los ‘30s. La tesis de La gran apuesta – basada en el libro homónimo de Michael Lewis, autor de El juego de la fortuna y por lo demás experto en destapes periodísticos asombrosos – es que hubo al menos cuatro personas (se los presenta como “independientes, raritos”) que se avivaron y fueron en contra de esa certidumbre.
Michael Burry (Christian Bale) es un gestor de fondos y el primero en descubrir que el mercado colapsará, quizás no mañana pero sí pronto y con pérdidas exorbitantes. Decide amotinarse e invertir los fondos de su compañía, apostando en contra del mercado – un acto malinterpretado como locura en la oficina. Las acciones de Burry alertan al flamante corredor de bolsa Jared Vennett (Ryan Gosling), quien une fuerzas con otro gestor, Mark Baum (Steve Carell), para sacarle el jugo a la situación. La cuarta pata es Ben Rickert (Brad Pitt), un financista retirado que decide – en un acto de altruismo inexplicable – volver a la cancha y apadrinar a dos jóvenes inversores que buscan meterse en Wall Street.
Dirigida y co-escrita por McKay, la película funciona como una versión cómica de El precio de la codicia (Margin Call, 2011), y consiste casi exclusivamente de llamadas telefónicas, reuniones de negocios, concilios secretos y mucha cháchara expositiva dirigida hacia el espectador. El diálogo se pone pesado y subraya el intrincado absurdo de la situación. Uno de los recursos cómicos de la película es intervenir los pasajes más crípticos con apariciones de celebridades (“Aquí está Margot Robbie en una bañera para explicarles lo que acaban de oír”).
Que todo esto resulte tan atrapante – con tan poco drama humano de por medio, en una historia en la que el conflicto se mantiene relativamente estático hasta el final – se debe a la tierna caracterización de los héroes, que llevan las de perder durante toda la película, estoicamente bancándose la burla y el desprecio de sus oponentes.
Burry (Bale) es un ser socialmente inepto – rayando el autismo – que se atrinchera en su oficina y debe soportar la miopía de sus jefes. Baum (Carell) vive escandalizado por la corrupción de sus colegas y asume la crisis como una cruzada personal. Ambos son lo mejor de la película: Bale siempre se destaca en roles excéntricos, y Carell es excelente interpretando idealistas empedernidos. Es una pena que nunca compartan una escena. Gosling interpreta un estereotipo, un corredor de bolsa sin escrúpulos, experto en sonreír a la cámara y tirar la posta como si estuviera en El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013).
De los cuatro, Pitt es el más extraño. Su compañía – Plan B – produce la película, y parece haberse dado a sí mismo el papel de la voz de la razón, dando cátedra sobre los valores que su propia película promueve sin por ello molestarse en componer a un personaje o darle un papel activo en la trama.
La película funciona como una exhaustiva denuncia social – da muchos detalles e inventa muy poco, y lo que inventa lo hace entre paréntesis, pidiendo disculpas en apartados cómicos. Adam McKay ha triturado un tema demasiado complejo y demasiado aburrido, y le ha buscado la parte divertida y popular, sirviéndolo cual cotillón.