Risas para un desfalco
Adam McKay apela al humor para desentrañar las razones del colapso económico del 2008. El resultado es convincente y demoledor.
Siete años atrás –parece historia antigua pero no fue hace tanto– la economía de los Estados Unidos colapsó al explotar el mercado (a esa altura, burbuja) inmobiliario que siempre fue uno de los más sólidos de ese sistema. Algunos especialistas supieron darse cuenta de la catástrofe antes y apostaron su dinero (y el de sus inversionistas) en contra de la propia economía del país. Y, en cierta medida, triunfaron. Esa historia real –llena de fraudes, trampas, engaños y complejos cálculos numéricos– parece más bien material para un documental, y de hecho ya ha sido analizado en películas de ese género como Inside Job, de Charles Ferguson. Pero aquí, en las inesperadas manos de Adam McKay, un director de delirantes comedias como El reportero: la leyenda de Ron Burgundy, Ricky Bobby: loco por la velocidad y Hermanastros, entre otras, la historia del mayor engaño de la historia económica de los Estados Unidos se convierte en una sátira política hecha y derecha. Y de las mejores en años.
En La gran apuesta –que llega con la chapa de segura nominada al Oscar a mejor película–, McKay y un elenco de caras archiconocidas tratan que el espectador medio pueda entender el complicadísimo modo por el cual la economía se desplomó en los Estados Unidos a partir de un sistema que generó millones de hipotecas impagas y, a partir de ellas, provocó un efecto dominó de consecuencias imparables, especialmente notable en la pérdida de millones de hogares y puestos de trabajo, además de las repercusiones en economías europeas como la griega y la española. Pero si bien se trata de una película esencialmente política –enojada, fundamentalmente, con la corrupción y la codicia dentro del sistema financiero y un Estado que mira para otro lado–, la forma en la que McKay se enfrenta al tema es por el lado de la comedia. Y del absurdo inherente a la situación.
Los protagonistas son varios grupos de inversionistas que, cada uno por su lado, se dan cuenta años antes que la mayoría de que el mercado inmobiliario se desplomará y apuestan contra el sistema para beneficiarse con esa caída. Christian Bale encarna a Michael Burry, un bizarro gurú financiero con un ojo de vidrio que no tiene vida social alguna y se pasa días y noches descalzo en su oficina escuchando death metal, tocando la batería y mirando planillas de números con la dedicación de un obsesivo-compulsivo. El es el primero, en 2005, en vislumbrar que todo se irá al diablo. En paralelo, el nervioso y siempre fastidiado Mark Baum (Steven Carell) y el banquero Jared Vennett (Ryan Gosling), están haciendo algo parecido, en función de sus propios fastidios con el sistema. Y lo mismo pasa con dos jóvenes que, con la ayuda de un ya retirado hombre de Wall Street (Brad Pitt, productor también de la película), empiezan a jugar el mismo juego. Pero no es sencillo ya que el mercado inmobiliario siempre fue de los más sólidos en ese país y todos se burlan de estos inversionistas que le apuestan en contra.
Si todo esto suena como un denso material solo para Licenciados en Ciencias Económicas, lo es y no tanto. McKay utiliza el humor, el absurdo y recursos cinematográficos originales para que el espectador se meta en ese universo de complejos manejos financieros. Por un lado, Gosling relata a cámara y explica –a la manera de Leonardo DiCaprio en la hasta cierto punto similar El lobo de Wall Street– muchos de los procedimientos que vemos, y otros protagonistas hacen lo mismo para decirnos cuando algo que nos muestran no sucedió así en la realidad (la película se basa en casos reales documentados en el libro The Big Short, de Michael Lewis, el autor de la también llevada al cine Moneyball: El juego de la fortuna). Y, por otro, en una apuesta riesgosa y simpáticamente absurda, McKay convocó a celebridades para explicar, mediante simples metáforas, como funcionaba este fraude.
Es así que aparecen Margot Robbie bañandose con espumas y bebiendo champagne, el chef Anthony Bourdain cocinando pescado y la cantante Selena Gómez en un casino apostando y, de ese modo, explicándonos detalles del funcionamiento de estos bonos basura y de todo lo que se movía alrededor. McKay también usa textos en la pantalla de todo tipo creando una suerte de nervioso y absurdo collage audiovisual que permite al espectador hacer pie en ese universo y seguir las actividades de los personajes, que se mueven entre querer aprovechar la posible bonanza personal y –cuando se dan cuenta la enormidad del colapso económico–, la culpa ante la revelación de que los que terminarán perdiendo en esa masacre no serán los grandes bancos sino millones de personas comunes.
Todas las películas de McKay tienen un costado de crítica social y política, pero nunca el director había intentado un registro así: usar el humor y el absurdo para educar a la gente acerca del modo en que fue engañada durante tantos años y puede volver a serlo. La gran apuesta es, por momentos, una película de ladrones (más bien, de ladrones chicos que extorsionan a ladrones más grandes) y, en otros, una muy ácida mirada a la cultura del entretenimiento y su función como distracción masiva. En varios momentos, McKay combina en el montaje escenas conocidas de la cultura popular de estos años con los desfalcos que se cometían mientras la gente miraba para otro lado. Una especie de acto de mea culpa o una película de agitación política que no pierde de vista tratar de ser comercial para así llegar a la mayor cantidad de gente posible, La gran apuesta divierte durante dos horas, pero termina dejando un gusto tremendamente amargo. El mismo que se siente cuando te das cuenta que te trataron como idiota durante un montón de años…