Oportunidades
Cuando se habla de la Nueva Comedia Americana (que de nueva ya no tiene nada) siempre se reconoce a Apatow como su figura central. Todo bien con Apatow. Pero si se revisa la filmografía, es claro que el director de las mejores es Adam McKay. Ricky Bobby, Hermanastros, Policías de repuesto y El reportero: la leyenda de Ron Burgundy, no solo una de las mejores comedias de la NCA sino de todos los tiempos, componen la obra del director de comedias más importante de los últimos años (bueno, con Ben Stiller). La gran apuesta es una comedia pero, a diferencia de las anteriores, posee los elementos necesarios (coral, historia real, problema de actualidad, un toque de drama) para además otorgarle el reconocimiento oficial que McKay merece. Sabemos, desde ya, que a una comedia pura nunca la van a reconocer debidamente los premios y crítica americana, al menos hasta que su director o actor principal estiren la pata. Pero La gran apuesta, además de poseer estas cualidades estratégicas, es una película excelente.
Si uno lee el argumento, lo primero que se pregunta es cómo se puede traducir esta historia de forma que sea fácilmente entendible para cualquier público. Películas de Wall Street hay muchas, pero los eventos de este film en particular suceden en base a una serie de negocios y términos que ni siquiera los especialistas lograron entender bien. La difícil comprensión de los problemas que generaron la crisis del 2008 fue justamente una de las causas por las que la crisis sucedió en primer lugar. Lo que hace McKay es una genialidad absoluta, al convertir estas explicaciones necesarias en gags perfectos como esos en los que famosos, desde Selena Gomez a Anthony Bourdain, entran en escena a describir conceptos necesarios para comprender los sucesos. McKay es la persona idónea para dirigir este film porque una de las claves de la comedia yace en saber cómo no subestimar al público. La gran apuesta es una película que respeta la inteligencia de sus espectadores y sabe que puede explicar ideas y entretener al mismo tiempo sin perderlos en el camino.
Lamentablemente, quienes seguro no reciban los mismos reconocimientos que su director sean los actores. Los celebrantes de la obviedad, siempre razonando fuera del recipiente, han puesto sus ojos sobre Christian Bale por encima del resto del elenco, justamente el único que desentona con su interpretación exagerada del peculiar Dr. Burry. Mientras tanto, Brad Pitt, el más calmo de los cuatro protagónicos, resalta por contraste con su sabio y conspiracionista Ben. Ryan Gosling, que normalmente hace que una vaca mirando la ruta parezca efusiva en comparación, es el que mejor demuestra las habilidades de McKay como director de actores. Por vez primera (o segunda, estaba bien en Crazy Stupid Love) compone un personaje desde el gesto y la palabra y se apodera del relato con autoridad. Detestable y fascinante al mismo tiempo, funciona como gran contrapunto del Mark Baum de Steve Carrell, que con dosis de culpa, autodeterminación y neurosis se convierte en el único héroe en este lío.
Y no abuso de una frase pre-armada porque suene bien. El atractivo de La gran apuesta, además de su humor y ritmo frenético, reside en cómo McKay transforma en épica justiciera las acciones de estos inversionistas que simplemente aprovecharon un sistema fallido. Porque no es boludo, y entiende que no puede ignorar las desastrosas implicaciones económicas, sociales y políticas del evento. Lo demuestra numerosas veces, cuando el personaje de Pitt les dice a los pendejos que no festejen, o cuando vuelve al padre de familia latino que se queda sin casa. Lo que McKay explota es el absurdo de que ante un sistema tan profundamente corrupto, aquellos que encuentran como golpearlo, aunque sea por ganancia personal, se convierten en figuras nobles cuales Robin Hoods con un plan de un solo paso (robarle a los ricos). Cuando Baum se encuentra con el garca oriental en un restaurante de Las Vegas y tras charlar decide invertir aún más dinero, todos sabemos que significa más ganancias a futuro, pero no es eso lo importante, sino destruir a esas nefastas entidades que por codicia arruinaron vidas enteras.
McKay triunfa al aprovechar un material pesado y complicado para convertirlo en una sátira rabiosa que no esquiva la seriedad del asunto, pero tampoco permite que lo derribe en su cruzada por entretener.