Las malas apuestas de McKay
¡Qué terrible responsabilidad debiéramos asumir si nos pasara, como en Destino final (James Wong, 2000), que se nos diese la posibilidad de conocer de antemano un suceso trágico de gran alcance! Algunas de las inevitables preguntas serían: ¿podríamos modificarlo? ¿Hasta dónde y para qué? ¿Y si no nos conviniese evitar lo que suceda? ¿Y si pudiésemos sacar provecho de la desgracia?
Sin que se encuadre en el planteo fantástico del título citado, tal es la premisa de La gran apuesta, del habitual director de comedias Adam McKay (Al diablo con las noticias, Policías de repuesto), que también aquí se encarga del guión basándose en el libro homónimo de Michael Lewis. La historia describe la manera en que varios corredores y analistas pudieron anticiparse y obtener beneficios de la catastrófica caída del mercado inmobiliario en EE.UU. que dejó a miles de personas en la calle o sin vivienda a lo largo de todo el país, entre el 2007 y el 2010.
De este tema también se había ocupado El precio de la codicia (J.C. Chandor, 2011) pero con mucha más formalidad en la narrativa y brindando un apasionante paseo ascendente por las estructuras de poder de una compañía de inversiones típica. McKay, en cambio, intenta darle a esta historia de miserias y ambiciones un tinte humorístico y descontracturado por momentos, mientras que en otros se aferra al dramatismo intrínseco de la situación y lo baña de una moralina pegajosa, lo cual genera un contraste difícil de digerir.
Todo comienza con la historia de Michael Burry (Christian Bale), un niño prodigio que con un ojo menos y al borde del autismo se convierte, años después, en un brillante analista del mercado de inversiones. Es quien proyecta la inminente caída de la bolsa inmobiliaria y quien inicia la campaña para que sus jefes inviertan en bonos de seguros de cobro improbable gracias a las escasas posibilidades de que el mercado falle de manera tan estrepitosa. Esta maniobra (arriesgada y estúpida según la mirada de quienes toman la apuesta) llama la atención de otro corredor, Jared Vennet (Ryan Gosling, el narrador oficial) quien se pone en contacto con Mark Baum (Steve Carell) y su equipo al mismo tiempo que otro agente retirado, Ben Rickert (Brad Pitt), se presta a ayudar a enriquecerse con ese juego sucio a sus amigos principiantes. Todos ellos serán quienes apuesten a que gane la miseria sin que sus caminos se crucen necesariamente. La película va y viene al tratar de explicar (primero en densas y abrumadoras conversaciones técnicas y luego de manera jocosa con cameos de celebridades sorpresa) de qué diablos están hablando todos esos tipos de saco y corbata con semblante tan adusto y consternado.
Pero la preocupación de McKay por exponer los engranajes del sistema y desnudar su funcionamiento no se detiene sólo en eso y busca saciar la necesidad de denunciar la existencia de esta gente que una vez confirmada una catástrofe, intenta lucrar con lo que muchos otros se perjudicarán. Los exhibe cuando pone en boca de ellos la excusa del daño inevitable y cuando muestra la elección que hacen de dejar de ser simples espectadores para utilizar, en cambio, sus conocimientos y así lograr una pequeña tajada. Son y se admiten carroñeros y esta vez tienen ante sí a una montaña de cadáveres de los cuales se aprovecharán porque está en su naturaleza como parte de la cadena alimentaria financiera.
La gran apuesta pretende convertirse un nuevo relato de verdades incómodas pero termina molestando por varias razones: en principio, porque no decide si va en serio o quiere hacer reír, si quiere ajustarse a la realidad o caer en representaciones más convenientes y flexibles, o si apelará a discusiones macroeconómicas formales o a gags del tipo “chica en un jacuzzi ensayando una explicación más colorida y digerible”. Es decir, sabe que los temas que toca son de naturaleza demasiado técnica pero no los simplifica ni traduce sino que los replica a continuación de algunas escenas con recursos paradójicamente inexplicables. Y también molesta porque no deja tomar partido o definir lo ético de las acciones de los personajes según la percepción propia, declamándolo abiertamente. Como si en alguna de Batman nos recalcaran a cada rato lo malo que es el Guasón. Como si al director le molestaran los grises y necesitara definir quién está de cada lado, de manera casi religiosa para que el espectador no se confunda.
Entonces La gran apuesta termina siendo la de McKay al animarse a experimentar con este subgénero que se ocupa del universo bursátil. El resultado es un collage narrativo que nada tiene que ver con los trabajos previos de gente como Oliver Stone, Martin Scorsese o el documentalista Michael Moore. No sería necesariamente malo ese alejamiento de los próceres de las desventuras en Wall Street si el director se hubiese definido con la misma identidad autoral que logra en sus comedias. Pero como no es así, sólo se puede decir que La gran apuesta no es más que otra forma de contar una historia de buenas y malas inversiones, que siempre dependen de decisiones tan individuales e inexpugnables como la de darle un par de horas a esta película en lugar de leer Ambito Financiero.