Ácida critica al capitalismo salvaje y sus consecuencias sociales
Al cine norteamericano no se le puede negar su inmensa capacidad de autocrítica, especialmente cuando se trata con humor, y esto es, precisamente, “La gran apuesta”: una denuncia implacable contra el sistema que terminó por quebrar y que todavía intenta su recuperación.
Para lograrlo el vehículo fáctico es la historia de Michael Burry (Christian Bale), el hombre que analizó minuciosamente el mercado inmobiliario para anticiparse en dos o tres años a lo que sería la caída del sistema financiero, el que toda la vida había basado su solidez en el mercado de los bienes raíces y su proyección en los estados de cuenta de las hipotecas. Sobre sus acciones van a adosarse otras dos líneas argumentales en formato de montaje paralelo. Por un lado, tendremos a Mark Baum (Steve Carrell), el dueño de una financiera, o agencia de corredores de bolsa, que trata de mantener a flote algunos ideales, mientras lidia con su vida matrimonial y el hecho de reconocerse como un contestatario compulsivo cuando descubre que alguien se está “haciendo el vivo” La otra pata de la historia la aportan Charlie (John Magaro) y Porter (Hamish Linklater), dos novatos a los cuales les gusta la timba, y particularmente apostar a lo “no seguro” esperando la reversión de los pronósticos a su favor.
Hasta aquí, la idea para contar y denunciar las consecuencias del capitalismo salvaje no es distinta del montaje paralelo que proponía Oliver Stone en “Wall Street” (1987), cuando hacía rebotar la acción dramática en los tres personajes principales encarnados por Charlie Sheen, Michael Douglas y Martin Sheen. Hasta se podría considerar una secuela temática, pero los enormes aciertos de “La gran apuesta” pasan por otro lado.
En el caso de la construcción de los personajes el guión se ocupa claramente de mostrar quienes son, poniendo por delante la moral que los atraviesa. Ver a Michael es como estar mirando una ecuación. Fríos y secos números despojados de humanidad, un hombre que encuentra satisfacción orgásmica en el hecho de “tener razón”. Mark Baum, por su parte, tiene la premisa de la desconfianza, lo obsesiona descubrir la trampa y que los tramposos pierdan, pero no puede dejar de admitir que él mismo forma parte del sistema que trata de condenar. La doble moral se vislumbra de manera magistral aquí. Por último, Charlie y Porter son el brío, el espíritu joven y el afán por el dinero para vivir la vida loca sin temor al riesgo.
Los tres vértices convergen hacia un mismo objetivo que se construye desde el minuto uno: Llevar al espectador al momento en que todo estalló en los mercados del mundo afectando a millones de personas y hogares como consecuencia de una de las más grandes estafas de la historia. Otro de los aciertos, a propósito de esto último, es lograr la traslación del villano visible a una suerte de cuco omnipresente construido magistralmente desde el texto y desde las actuaciones: la crisis económica. Esta crisis funciona como un manto en donde las caras visibles de las instituciones involucradas son lo de menos. Está claro que la codicia es en donde está puesta la lupa.
Todo el elenco es homogéneo, pero Christian Bale ya hace otra cosa. Es difícil verlo equivocarse en su trabajo como actor, lo cual le sienta fenómeno a su personaje. “El posible que te hayas equivocado entonces…” le dice uno de sus colaboradores. “Es posible, sí…sólo que no veo cómo…” Y así. Quien cuenta la historia es un ácido Ryan Goslin (Jared) con una escena de juego de Yenga memorable como muchas otras en las cuales participa.
Adam McKay no se guarda nada como director. No lo hizo en ninguna de las comedias con Will Ferrell (su elegido para parodiar la mente del norteamericano promedio), ni tampoco aquí. Es tan notable su trabajo que sus decisiones como realizador resaltan aún más en una película con un montaje vertiginoso, música elegida al milímetro (tan funcional como los silencios y las pausas), y en especial la edificación de un discurso de denuncia, crítica ácida e ideas contrapuestas a la corrección política. No queda títere con cabeza, aquí incluso cuando se trata de diálogos tremendamente técnicos pero que eventualmente son como mini discursos expuestos a la ruptura de la “cuarta pared” por un desfile de personalidades que explican “con manzanas” toda la terminología específica que podría dejar afuera a los espectadores que no sean a la vez corredores de bolsa. Un texto que logra comparar los bonos reciclados con un segundo uso para el pescado que no se pudo vender en un restaurante es digno de ser tenido en cuenta como uno de los grandes momentos escritos para cine de los últimos tiempos.
“La gran apuesta” propone tomar con humor corrosivo la gestación de la gran estafa al público estadounidense que se hizo real en 2008, pero que tomó años de confianza ciega con el cuidado de no hacer lo mismo con sus consecuencias. Las fotos que forman parte del material de archivo son lo suficientemente contundentes como para no necesitar refuerzo de ninguna índole. El epílogo, escrito en pantalla al final, no sólo refuerza el texto, también deja para cualquiera con conciencia alerta un extraño sabor a incertidumbre.
Algo más de dos horas de montaña rusa, de esas a las que uno quiere volver a subirse.