En remolinos
McKay ya tenía un lugar ganado en el cielo de la excentricidad brillante -de la comedia, del cine- con las Anchorman. Mediante La gran apuesta (The Big Short) hace justamente eso que dice su título en castellano. Porque este es un salto singular, un planteo múltiple, un cine vibrante, arriesgado, un cine de director cabal, responsable, tan serio que apuesta a la risa.
El tema: la crisis financiera 2007-2010, la burbuja inmobiliaria de EE.UU., el impacto de los manejos o desmanejos fraudulentos. Y, sobre todo, la historia de los que se dieron cuenta de cómo venía el asunto, y aplicaban la lógica ante una dinámica demencial que hacía que ellos se vieran como los dementes, etc. Un juego de aparentes bravuconadas, bravuconadas reales, caretas que caen y otras que se mantienen con cinismo o con resignación. Un mundo en el que los millones sufren ascensos y caídas vertiginosos, un mundo que no existió siempre de esta manera y que quizás colapse, o que colapsa a cada rato. La gran apuesta transmite como pocas otras películas (El lobo de Wall Street es una referencia inmediata, también por la presencia burbujeante de Margot Robbie) ese vértigo, ese riesgo, ese juego de tahúres que se da por sentado, por normal o por normalizado.
Pero no estamos ante el frenesí de la película de Scorsese, ni ante el retrato -más fascinado que fascinante- de los grandes peces de Wall Street en las películas con ese nombre de calle de Oliver Stone. El precio de la codicia (Margin Call) de J.C. Chandor, con su ánimo explicativo, podría ser más cercana. Pero la ambición de McKay va por el lado de explicar lo aparentemente inexplicable en un film. Y de dotar de imágenes, y de comedia de alto nivel de descentramiento -eso también eran las Anchorman- a un tema a priori muy complejo para los profanos. McKay se ríe de la terminología, y se preocupa por explicar -a veces por simplificar a gran velocidad- con recursos disruptivos como miradas a cámara, actings de famosos en modo cameo festivo o incluso un final posible o deseado pero no real.
Para lograr lo generalmente solucionado a pura molicie -viene a la memoria la sempiterna ilustración en imágenes de cualquier cosa financiera con el contador billetes en los noticieros- McKay utiliza las secuencias con un ritmo nada estable aunque siempre conjugado con la estridencia, el ruido, el grito, el festejo, la caída, la intensidad y la canchereada. Casi nada de esto debilita al relato sino al contrario, porque aquí, de alguna manera un tanto inasible aunque notable, hay algo así como un corazón cinematográfico, un amor y una dedicación evidentes puestas en la narración de una historia vista desde el lado del absurdo y una gran capacidad para ensamblar actores en tonos distintos. Las estrellas implicadas no dicen igual, no enfatizan igual, no apuestan igual, con el mismo norte, como si se les hubiera dicho que se preocuparan por diferenciarse. Lamentablemente Brad Pitt juega -otra vez, como en 12 años de esclavitud- el rol de la claridad y la bondad ideológica, aunque aquí es mucho más convincente. Christian Bale y Ryan Gosling exageran, uno de forma más grunge, otro de forma más babosa o resbaladiza, y encuentran la manera de realzar cada secuencia de este artificio que no pide permiso, de esta película loable en su desacuerdo con los modos dominantes (hay algo de hermandad con Mad Max en este frenesí fílmico). El personaje de Marisa Tomei, con muy pocos minutos, es algo así como la respuesta normal a su marido, interpretado el crucial Steve Carell, el vórtice de este remolino. Y Carell, enardecido, nos ofrece uno de los mejores gritos de comedia intolerante en mucho tiempo, que dice algo así como: “¡toda esta gente que camina por la calle parece estar actuando en un video de Enya!”. McKay confirma lo que ya sabíamos, que es uno de los fundamentales. Pero ahora se lo dice a más gente, a toda aquella que no considera suficiente a la comedia. Que lo haga con una comedia expansiva sobre una tragedia explosiva, o al revés, es parte de su maestría.