Lo hipnótico del filme inaugural del 2014 –que pronto derivó en una saga con narrativa troncal y ramificados spin-off– era su libertad para ser cualquier cosa sin justificarse. La gran aventura Lego mutaba minuto a minuto, carente de explicaciones, mimetizándose con la maleabilidad del juguete, flirteando con cualquier cliché cinematográfico. Un absurdo sin horizonte evolutivo, la imaginación complaciéndose a sí misma. Cuando se rompía la cuarta pared y develaban el mundo real, más que una resignificación narrativa estábamos ante otra capa de lo absurdo, la más maravillosa y osada de todas. Tras este arrebato metatextual, la irreverencia no recalculaba ni se medía. La gran aventura Lego, además de ser libre, batallaba hasta último minuto para mantener su autonomía. Era una película con un ideal.
De semejante ideal en esta segunda parte queda la mampostería, una sucesión de tics que remedan el humor surreal y vertiginoso sin poder interiorizarlo como estructura rizomática.
Los spin-off de Batman y Ninjago (y una infinidad de videojuegos guionados con la misma picardía) adolecían del copy & paste pero se amparaban en su condición secundaria.
Aquí el corazón de Lego se desmorona irreversiblemente apenas empieza el filme gracias a una traición conceptual: establecer dos universos alegóricos, uno comandado por el hermano mayor y otro por la hermanita menor. Es decir que todo lo que sucede queda supeditado a la metáfora de un conflicto filial. Jamás podemos relajarnos porque cada personaje o situación es un síntoma.
El psicologismo está servido: Emmet debe madurar junto al hermano mayor y la antagonista de turno, la Reina Soyloque Quiera Ser, pretende coaptar a otros personajes como un reclamo de hermanita menor. Este sistema alegórico (y de resolución moralizante) opaca cada ocurrencia de un guión que, encima, en su doblaje español suena horroso. Sobreviven algunos chistes sueltos, por lo general de carácter visual, dentro de una trama encerrada en la contradicción de ser esquizoide y organizada al mismo tiempo, con parches que invocan a la religiosidad de Toy Story.
Es meritorio, de todos modos, que la estética diseñada por Phil Lord y Christopher Miller, responsables absolutos de la primera entrega, contamine cada película de Lego y le imprima una identidad basada en el aglutinamiento de humor posmoderno. Sí: ya existe una fórmula para armar películas Lego. Mérito por un lado y tenebrosa contradicción por otro.