El culto al Lego.
La Idiocracia presentaba la idiotización extrema de una sociedad sumida en el embrutecimiento en el año 2505. El mundo bajo el dominio del Señor Negocios (un Will Ferrell cuya voz quizás no podremos escuchar en Argentina) no es muy diferente a la aterradora futura sociedad que nos mostraba Mike Judge. A cada Lego se le entregan instrucciones precisas para vivir su día a día de una única manera: viendo un solo programa de televisión, “¿Dónde están mis pantalones?”, y escuchando una sola canción, “Todo es increíble”, que cantan y bailan exacerbados de felicidad mientras se conforman con sus lamentables vidas. Así es como Emmet, un don nadie que no puede ver más allá de las instrucciones, encuentra de manera azarosa la pieza de Resistencia: la única arma que podrá salvar a la ciudad del maléfico plan del Señor Negocios, que implica destruirla con su súper y temible adquisición, el pegamento.
La película, como cada ciudad Lego, está conformada por varias piezas, que por más dispersas que parezcan en un principio, encajan a la perfección una con otra con la misma (aparente) facilidad con la que los personajes construyen en segundos una moto, una nave espacial o un submarino. Toda la película recrea la sensación de juego como experiencia compartida en la sala. De hecho, reaviva el mensaje de Toy Story 2: los juguetes están hechos para jugar. No para estar inmóviles en una caja, exhibidos como colección, o acá, aferrados a otras piezas con pegamento. Lo que hacen Phil Lord y Chistopher Miller es rescatar el verdadero placer de la diversión, de tirar todas las piezas en el suelo y crear cosas nuevas a partir de todos los pedazos.