Infancia recobrada
Si hemos tenido algo de suerte y tuvimos una infancia lo suficientemente decente como para llamarla buena, seguramente tendremos recuerdos que nos pasaremos evocando toda la vida, tan sólo para rescatar el reflejo de aquellas placenteras sensaciones que nos parecerán a la distancia puras y de una intensidad inaudita. Este es el primer pensamiento en forma de sentencia que se me ocurrió ni bien terminé de ver La gran aventura Lego. El siguiente pensamiento fue que necesitaba un cigarrillo. Esto de la evocación de recuerdos es algo que está mucho mejor explicado en En busca del tiempo perdido, de Proust, obra que por ahora preferimos evitar leer, al menos por el resto de nuestras vidas, simplemente porque pasaríamos el tiempo que nos queda de existencia leyendo los recuerdos de Marcel y no podríamos evocar los propios.
En fin, no seremos Proust pero digamos (develando la menor cantidad de detalles argumentales posibles) que el gran acierto de la película de Phil Lord y Christopher Miller es entender la mente infantil con respeto y ternura. Por lo cual nos encontramos en principio con una historia de una lógica anárquica y lúdica, que le da vía libre al sentido del humor sarcástico, que comparte con otras producciones que tienen a los muñequitos lego como protagonistas como Lego Batman: The Movie, pero a la vez, nos ofrece una aventura de mucho ritmo perfectamente construida, con espacio para temas como el amor, la amistad y el heroísmo. Para aquellos que en su infancia tenían un espíritu solitario e imaginativo, como por ejemplo este crítico, el efecto que produce esta película es hermoso y melancólicamente devastador.
Continuamos, haciendo un esfuerzo sobrehumano para evitar hablar del giro importantísimo que tiene la trama. Lord y Miller (que han codirigido la excelente Lluvia de hamburguesas y la buenísima Comando especial), que deben ser unos amantes obsesivos del cine, se apropian de unos cuantos elementos de la cinematografía contemporánea que combinan de manera admirable. Es demasiado evidente hablar de la influencia del espíritu Pixar sobrevolando todo el film o el tema spielgberiano de la tensión en la relación padre-hijo. Tenemos al protagonista, Emmet, personaje que tranquilamente podría ser protagonista de una comedia de Ben Stiller, un ser genérico del montón que a la fuerza debe encontrar qué hay de especial o propio en él. Por otro lado, hay una cantidad enorme de gags repletos de referencias y homenajes, como la aparición de Batman, que es una burla constante y divertidísima al hombre murciélago de Christian Bale o los gerentes obsesivos que son una clara referencia a los centinelas de Matrix. La autoconciencia desquiciada que hay en La gran aventura Lego es esencial, no sólo para que los chistes funcionen sino también para no dejarnos olvidar de que a fin de cuentas estamos viendo un juego. Los directores parecen querer decirnos que ese espíritu lúdico es lo más importante que debemos rescatar para disfrutar de esta película y de todo básicamente.
La gran aventura Lego reflexiona no sólo sobre lo que es enfrentarse al mundo siendo un niño, sino también sobre la importancia de la imaginación y ese primer contacto con la narración que alguna vez nos hará entender por qué hemos hecho lo que hemos hecho alguna vez. Sin embargo, al terminar de verla, la reacción más lógica al salir de la sala sería alejarnos cantando para adentro “¡todo es increíble!”