No tan distintos
Cuando Zhang Yimou estrenó “Héroe”, para algunos cayó la ficha de lo que quería decir Deng Xiaoping cuando expresó: “No importa de qué color es el gato, sino que cace ratones”. Más que una claudicación marxista o una heterodoxia (“un revisionismo”, diría algún maoísta criollo), era una afirmación: “Somos chinos, estamos acá hace miles de años y seguiremos estando, más allá del modelo”. “Es un monárquico”, agregó alguno al ver cómo retrataba (entre habilidades marciales suprahumanas) la voluntad de Qin Shi Huang (o Shi Huang Ti, el que inició la Gran Muralla y quemó los libros) de unificar todos los reinos chinos y el sacrificio de varios para que la unidad triunfe. Quin fue el primero de grandes líderes que marcaron la historia de un pueblo que sólo pudo ser gobernado desde afuera por Kublai Khan (que terminó fundando la dinastía Yuan) y terminó pasando en pocos años de la dura emperatriz viuda Cixi al Gran Timonel Mao Tse Tung.
Como sea, Zhang se convirtió en un artista de Estado, lo suficiente como para que lo llamen a coordinar la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Beijing 2008. Y en este flamante proyecto, “La Gran Muralla”, de alguna forma sigue predicando algunas ideas sobre la unidad china. Convocado para realizar esta particular alianza entre la nueva Hollywood global y el gigantesco mercado cinematográfico chino, si bien no tiene créditos sobre el guión (firmado por Carlo Bernard, Doug Miro y Tony Gilroy, sobre historia de Max Brooks, Edward Zwick y Marshall Herskovitz), bien puede admitir el relato entre su filmografía reciente. Porque la victoria final puede ser alcanzada por la alianza entre el mercenario y “comerciante” William (¿el capital trasnacional de Occidente?) y la comandante Lin de la Orden Sin Nombre (¿la burocracia estatal china? ¿El Partido? ¿El Ejército Popular?). “Al final no somos tan distintos”, reconocerá Lin. Incluso se admite un emperador medio pavote: el gobernante puede ser débil mientras funcione el aparato de Estado, para el pueblo que inventó la administración pública en la misma época en que los atenienses postularon su prototipo de democracia.
Aventureros y soldados
Los guionistas metieron en el vaso de la Minipimer varias cosas: algo del choque de culturas de “El último samurai” (con menos conflicto y tensión sexual), la bestialidad (y el concepto de reina y tropa) del enemigo de “Starship troopers”, la épica de la batalla del Abismo de Helm en “El Señor de los Anillos: Las dos torres” (al menos en los combates en la muralla, y en las armaduras élficas), los asaltos apiñados a lo “Guerra Mundial Z”, las animaciones en acuarelas y cierta majestuosidad de la “Marco Polo” de Netflix (donde también hay un occidental que se “enchamiga” con una cultura que desconoce), la ampulosidad de los vestuarios de filmes previos de Zhang, y un clímax en las últimas, como en las películas de superhéroes.
De entrada se nos dice que la Gran Muralla fue hecha para defenderse de amenazas conocidas y de leyendas, y “aquí vamos a hablar de las leyendas”. El cuento arranca con una partida de occidentales, todos de origen militar, que (acompañados por un guía de turbante) tratan de llegar al “Imperio del Medio” en busca de algo que conocen de mentas: la pólvora (cualquiera que haya aportado alguna vez una idea vieja habrá recibido el comentario de que “la pólvora ya la inventaron los chinos”). Así que estamos en tiempos previos a Marco Polo: cierta referencia a “Harold” podría situarla a mediados del siglo X. Luego de escapar de huestes de bárbaros, una noche son atacados por “algo” que se movía sigilosamente, finalmente es derrotado por los dos sobrevivientes: el anglosajón William y el español Tovar. Nuevamente perseguidos, logran escapar de sus perseguidores rindiéndose ante una cosa que no esperaban: un muro descomunal lleno de miles de arqueros.
Ahí deben enfrentar a la comandancia de la Orden sin Nombre, la guardia de ese muro, que empieza a decidir qué hacer con los forasteros hasta que le muestran una mano recuperada de la criatura. Descubren que eso se llama tao tei (algunos pronuncian algo como “tao tie”), y que es una avanzadilla de una amenaza para la que se han preparado durante 60 años. Entre la conducción del general Shao se destacan el estratega Wang y la comandante Lin, jefa de las Grullas (la infantería femenina voladora de la Orden), que hace de nexo por haber aprendido el inglés de un taimado personaje llamado sir Ballard, de particulares intenciones, y con la que William desarrolla una casta atracción (Lin es pura guerrera, y no parece sacarse la armadura nunca). Cuando las cosas se pongan feas, William deberá elegir entre ser el mismo malandrín de siempre pero rico, o hacer lo correcto por una vez en su vida, peleando por el prójimo. Por supuesto, sabemos qué hacen los héroes... al menos en la pantalla.
Despliegue
Más arriba nombramos varias referencias estéticas y argumentales, y la puesta visual no está atrás, de la mano del diseño de producción de John Myhre, la fotografía de Stuart Dryburgh y Zhao Xiaoding, y el primoroso vestuario de Mayes C. Rubeo, que se luce en las multitudes de infantes negros y dorados, arqueros/ballesteros rojos y Grullas azules. Como buen tanque, contó con los efectos especiales de numerosos estudios de todo el mundo, encabezados por Weta (la compañía de Peter Jackson, que diseñó a los tao tei) e Industrial Light & Magic (la que fundó George Lucas). Desde la dirección se lucen en planos abiertos a lo John Ford las peculiares formaciones geológicas de la región, donde los movimientos tectónicos han dejado a los antiguos estratos de diferentes colores en ángulo de 45 grados. Completa esa imaginería la música de Ramin Djawadi, el germano-iraní que con un puñado de piezas magistrales para “Game of Trones” (con Miguel Sapochnik hicieron un ballet en el final de sexta temporada) se ha convertido en el nuevo maestro de la épica musical: acá mete unas sonoridades exóticas pero amigables a todos los paladares, con presencia de los tambores que los japoneses llaman taiko (y los chinos de alguna otra forma).
Los unos y los otros
Por supuesto, el elenco tenía que reflejar la mixtura de culturas. Matt Damon es un todoterreno, como Jason Bourne y luego de “Misión rescate”, así que lo fueron a buscar de cabeza: como héroe de acción de rostro juvenil, puede ser el Tom Cruise de la siguiente generación. Y rinde bien: es el que reparte las cartas para armar las dinámicas opositivas. Una de ellas es con la bonita y virginal Jing Tian, que con su armadura azul, su piel blanquísima y su peinado de mechones y coleta alta parece un personaje de animé, o de videojuego 3D. Algo de esa inhumanidad tiene su Lin, que nunca daría margen a que William intente algo. La otra oposición es con el Tovar de Pedro Pascal: el chileno-americano, consagrado como el Oberyn Martell de “Game of Trones” (Pilou Asbaek tiene una aparición, así que se cumple la regla de que todo tanque tiene que tener dos figuras de la misma), hace un español medio de manual, pero simpático: es guerrero pero bufo, se enfrenta a los enemigos como un torero y mete palabras castizas como amigo y the grateful chinos; un tipo ideal para salir de tapas.
También hay un equilibrio a la hora de los próceres actorales: de un lado está el veterano Willem Dafoe, cómodo en su personaje del ladino sir Ballard, al que uno no le saldría de garante de una Juki Dribling. Del otro lado está el no menos mítico Andy Lau como el sapiente y decidido Wang, un rol holgado para uno de los preferidos de Zhang. Acompañan en tropel varias figuras del cine chino, con mayor o menor éxito en ese mercado: Zhang Hanyu como el severo general Shao; el cantante Lu Han encarnando al buenazo soldado Peng Yong; Kenny Lin, Eddie Peng y Huang Xuan como los comandantes Chen, Wu y Deng; y Karry Wang Junkai como el tarambana del emperador. Y muchos secundarios y extras coordinados, para mostrar la eficiencia colectiva del pueblo chino.
En definitiva, un entretenimiento para ojos redondos y rasgados, con la perspectiva de llevar la “fábrica de sueños” allí donde están las fábricas que Donald Trump dice querer repatriar.