Un despilfarro de fuegos artificiales
La película más cara de la historia del cine chino resulta un carnaval fílmico incoherente y desalmado.
Si las estructuras narrativas del Antiguo Oriente se caracterizan por su sobriedad y determinación poética, debemos reconocer que esta adaptación no se embebe de su tradición, apenas extirpa ideas de una leyenda para desplegar un cachivache fílmico que exhibe mucho y cautiva poco, como si se tratase de fuegos artificiales en blanco y negro.
Matt Damon es un mercenario que viaja a China con su partenaire de tropelías, Pedro Pascal, en busca de la pólvora para exportarla y hacerse rico. En el camino se topa con la famosa muralla, retratada más como un spa hotel que como un fuerte de contención. Allí Damon descubrirá que fue construida para mantener a raya a unos dinosaurios que vinieron del espacio en un meteorito verde y que cada 60 años quieren saltar la muralla y que se comunican telepáticamente y que comen gente para luego regurgitar los restos sobre su reina y así reproducirse. Todo esto es literal. La película no insinúa ser paródica ni reírse de su aparatosidad; por el contrario, gotea solemnidad y se yergue altiva en el disparate.
Hay más: en la muralla vive un ejército llamado la Orden de los Sin Nombres, dividido en cinco facciones; cada facción tiene un color y un animal, por ejemplo, las grullas azules o los alces violetas. Tanta acumulación de baratijas folklóricas crea en el espectador la sensación de estar caminando por el barrio chino de Belgrano, combatiendo estímulos kitsch.
Quizás el problema de La gran Muralla no sea su despilfarro, sino la impericia de su director, Yimou Zhang, para organizar con elegancia este exotismo anabólico. Zhang creó buenas piezas de lo que sería el revival épico chino, como Hero (2002), La casa de las dagas voladoras (2004) y La maldición de la flor dorada (2006). En estas películas uno aprecia imágenes líricas, musicales, pero en La gran Muralla ningún fotograma tiene belleza: las texturas y los colores funcionan igual que en un pelotero.
Como consecuencia de esta insensibilidad, la película decide contarse en piloto automático, rematando subtramas con torpeza y recurriendo a elipsis en lugares inadecuados. Los dedos de Zhang se inflamaron junto al presupuesto, incapacitándolo para manipular pinceles tan finos. Por suerte existen maravillas como The Assassin (2015), de Hsiao-Hsien Hou, para recordarnos de qué están hechas las leyendas.