La grande bellezza

Crítica de Alejandra Portela - Leedor.com

Este jueves se estrena en Buenos Aires la pelicula que lleva a Paolo Sorrentino a ganar el BAFTA y a la candidatura por el Oscar. Una bella experiencia filmica.

“Viajar es útil, despierta la imaginación. Todo lo demás es desilusión y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte. Todo es inventado. Basta cerrar los ojos…” Esta cita de Celine: tomada de “Viaje al fin de la vida” prologa el nuevo film de Sorrentino que bien o mal está levantando polémica. Como en general pasa con las obras que sacuden.

En el comienzo, el viaje parte viendo la panorámica sesgada de Roma desde el Janiculo. Somos turistas en el parque Garibaldi, tras uno o dos planos del monumento de Garibaldi, prócer de la unificación alemana, un coro contemporáneo despliega “I lie” de David Lang, tema del minimalismo conceptualista, con algo de sagrado. Un japonés se desprende del grupo que escucha a la guía sobre la fuente del Aqua Paola, excelencia de la arquitectura barroca, cae al piso. Los habitantes de Roma son los turistas. “Los demás, mercaderes y tenderos”.

A partir de ahí, entramos a la fiesta, un grito inicia el remix electrónico de Bob Sinclair y Rafaela Carra y la postal de Roma no es la que puede dar el cine holywoodense, ni el documental del E-Planet, Roma aparece de soslayo. Sorrentino parece instalarse en una tradición que dispara hacia el futuro: mueve la colita y sigue el baile!

Su protagonista, el escritor de una sola novela Jep Gambardella (Toni Servilio) está destinado a la belleza y la sensiblidad, pero tambien, como todos los demás personajes, está destinado a la decadencia de un tiempo que ya no espera. Gep podrá detenerse en la luz que rebota en los puentes de Roma, en el Coliseo que se ve de su terraza, o en los pájaros que cruzan el cielo en sus caminatas por la ciudad pero tambien puede ser el ser más agudo y mas cruel: un insociable, un tipo que espera la muerte. Envidia y desprecio, sufrimiento y modernidad, ridiculo y orgullo, una sociedad que ostenta y esconde fragilidad y mentiras, banalidades. Un personaje distópico que observa los placeres del mundo con la mirada de un hombre de 65 años que mira una historia de amor del pasado.

En esa espera, Sorrentino aprovecha para pensar un tiempo conformado por movimientos de cámara que parecen irreales, bamboleantes o planos nocturnos prevalecen: la Plaza Navona en el ángulo la cámara supone alejarse tambien de la imagen de folleto de museo. Roma es barroca, atrapa en toda su retórica, y todo su eclecticismo contemporaneo: la Iglesia Santa Agnese en Agonia, el Museo Capitolino de noche, iluminado al ras, a contraluz, donde está la enorme escultura del rio que sirve de imagen del afiche del film, las raras vistas del templete de Bramante que marcan el lugar del martirio de San Pedro. Algunas de estas escenas parecen autónmas del resto. Ejercicios formales donde una nena escondida se identifica con la forma de una juguera de diseño moderno.

La belleza tambien es dolor y puesta en ridículo: la performance del golpe en la cabeza, la de la nena tirando latas de pintura contra la tela en una fiesta. Tiempos en que el dinero justifica todo y en que la espiritualidad tambien se convierte en espectáculo, la de la monja centenaria y milagrera en la ciudad de la cristiandad y del turismo.

Y por si no queda claro como puede aparecer la belleza frente a nuestros ojos, hay que quedarse hasta el final para ver el gran plano sobre el rio Tiber.