La dolce vita
En tiempos de películas industriales formateadas y cine de autor previsible, Paolo Sorrentino construye una película alocada, barroca y excesiva con un increíble sentido del espectáculo. La gran belleza podría ser la continuación del clásico de Fellini acentuado por la década Berlusconi. Servillo y Mastroianni son observadores lúcidos de la decadencia del mundo que los rodea. La nueva película de Sorrentino es una crónica delirante de la comedia humana sobre un fondo de vacío espiritual. Mientras los vivos se agitan y bailan hasta el amanecer o participan de ridículos happenings sin inspiración ni significado, Roma recela su belleza arquitectónica, las esculturas y pinturas que parecen esperar el fin del mundo. Entre falsos artistas, industriales corruptos y cardenales salidos de Cinecitta, la religión y el vicio comparten el decorado mágico de una capital que duerme sobre su pasado glorioso.
Jep Gambardella es un periodista exitoso, elegante, seductor y un poco cínico, que navega de fiesta en fiesta. Nuestro héroe destila comentarios crueles e irónicos sin elevar el tono de voz, con una lucidez que hiere el ego maquillado, destruye las falsas reputaciones y arranca las máscaras de las vanidades. La película comienza en la noche de su cumpleaños. Jep recibe a los excéntricos invitados: divas singulares, nobles de alquiler o un cardenal que sólo piensa en recetas de cocina. Extensa y panorámica, la terraza romana de su departamento se abre sobre el Coliseo, las bonitas avenidas y los monumentos que forman el paisaje armonioso de la Ciudad Eterna. Apoltronados en amplios sofás, el anfitrión distinguido cita a Flaubert y a Morante, mientras sus huéspedes mencionan a Proust en un coqueteo de palabrerías vanas y superficiales.
A pesar de las apariencias, Jep está a otra parte. Esta vida superficial ya no le conviene, el circo lo agota, la fiesta se termina. En esos momentos, sale a contemplar los esplendores de la única ciudad del mundo capaz de ofrecerle el sentimiento de eternidad. Entonces la película cambia de tono y las secuencias se extienden. En la ronda nocturna, la muerte vela detrás las cortinas. La melancolía surge camuflada por el desenfado. La nostalgia de la pureza, de la infancia y sus promesas, aparece simbolizada por las monjas inmaculadas que percibe detrás las rejas de los conventos. Las imágenes luminosas de su primer amor se convierten en tormento por la muerte de aquella mujer que era su pasión secreta.
Hacia el final, el cineasta le reserva a su héroe la posibilidad de una isla, y la esperanza de un renacimiento estético y espiritual para Roma. Salimos del cine con las imágenes inolvidables de la jirafa perdida en una ruina romana, el cardenal haciendo equilibrio como un niño sobre una hamaca o la niña lanzando potes de pintura sobre una tela inmensa bajo la mirada extasiada de los adultos. Y las extraordinarias escenas nocturnas donde la paleta de colores estalla, las músicas clásica y popular se alternan sin respiro y los excesos resultan naturales. La gran belleza es una película estridente, hipnótica y exuberante con la que Sorrentino se impone como el heredero de Fellini.