La gran belleza es una notable película del italiano Paolo Sorrentino que reflexiona sobre la vida y el arte a través de un personaje entrañable. Nominada al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera.
Si Federico Fellini viviera, miraría con muy buenos ojos la película de Paolo Sorrentino, La gran belleza. Hay mucho del maestro en la síntesis bajo la luz cegadora de la conciencia del protagonista, que pone en primer plano personajes decadentes, romanos opulentos que generan una tribu extraña y, al mismo tiempo, inspiran ternura.
Sorrentino es todo estímulo y juego de percepciones, por lo cual apela al espectador como par lúcido en la escaramuza que plantea con los misterios de la vida.
Jep Gambardella cumple 65 años y la existencia le cae encima con toda la resaca de una vida dedicada a la frivolidad. El periodista es recordado por una novela de juventud exitosa pero desde entonces no ha vuelto a escribir. Sólo se dedica al trabajo relajado y al dolce far niente.
Las primeras escenas, de fuertes contrastes entre la quietud y el canto coral con voces femeninas, y el desenfreno de la fiesta, establece el contrato del director con la platea, condición imprescindible para disfrutar la película en la que el protagonista transita su noche y reflexiona sobre el paso del tiempo.
Se dice que todo novelista es una voz que piensa la muerte y corre desesperadamente hacia la trascendencia. Sorrentino ofrece el carnaval con el brillo que deja a esas máscaras exhaustas y tristes.
Toni Servillo fascina desde el primer momento en el rol del popular Jep. Es un hombre cínico, de vuelta de todo, que lentamente vuelve a la profundidad de sus carencias. El paso del tiempo es uno de los temas de la película que emociona con imágenes complejas y directas, a la vez. Sorrentino expone ese estado del personaje con la metáfora del arte. Jep va a ver obras conceptuales. Con muchísima ironía y observaciones agudas, el periodista se para frente al arte de los performers con gesto incrédulo y pasmado, hasta que un hecho poético lo golpea. La teatralidad se mezcla con el vértigo y la edición del cine.
Antes de dormir, Jep se sumerge en ensoñaciones ayudado por el alcohol y la soledad. La película entra en esa dimensión y el espectador es compañero de viaje de Jep.
Sorrentino se despega de las anécdotas, de la facilidad del relato. Pone la cámara en Roma, ciudad eterna, en el presente de los personajes de ese trencito (el de la fiesta con música de Rafaella Carrá) que no conduce a ninguna parte.
¿Qué buscó Jep durante toda su vida? Sorrentino se vale de un actor extraordinario y un elenco notable para pensar el arte. Regala una película entrañable y crítica, como exorcismo frente a la decepción de un mundo que no se permite la nostalgia.