En busca del tiempo perdido
Hay personas de las que uno se enamora, que pueden o no ser bellas físicamente, pero de quienes nos enamoramos, por una serie de cualidades innumerables, porque nos hacen reír, porque nos hacen llorar, porque nos introducen a su mundo y nos invitan a quedarnos, porque las admiramos, porque nos modifican, porque las necesitamos para seguir viviendo.
Y hay personas con las que solo queremos coger una noche. Tal vez tienen muchos atributos físicos admirables, tal vez hasta sean más hermosas que esas personas de las que nos enamoramos, pero no importa, uno solo puede soportar hasta cierto punto. Y, por más hermosa que sea la persona, por más promesa de sexo increíble, no alcanza para otra cosa. Falta la risa, el humor, el código común, la invitación a un mundo increíble, la necesidad de seguir conociendo.
Lo mismo se puede aplicar al cine.
Algunas películas fueron hechas para amarlas con locura, para no poder vivir sin ellas, y otras películas fueron hechas para cogérselas una noche. Y, si te he visto, no me acuerdo.
La Grande Bellezza pertenece al segundo grupo.
Una película estéticamente hermosa pero vacua y superficial, una obra pretensiosa que nos deja solo el efímero momento de disfrute derivado de la belleza de las imágenes.
Jep Gambardella (Toni Servillo) es el protagonista. Un escritor caído en desgracia buscando la inspiración para su próxima novela, buscando esa grande belleza del mundo, solo para descubrir, finalmente y luego de un largo derrotero inútil, que el universo alberga grandes bellezas en igual medida que grandes dolores, y que eso es, en definitiva, la vida.
Y, para saciar su inútil búsqueda, vaga por Roma, por la Roma no de los turistas sino de los romanos de clase alta, una fauna un tanto particular.
En una suerte de reversión de La Dolce Vita, Paolo Sorrentino traslada la vacuidad del milagro italiano de finales de los ‘50 e inicios de los ‘60 a la actualidad, como una reescritura del malestar cultural italiano, como si el monstruo del pasado volviera para demostrar que todavía se baila sobre los mismos muertos, las mismas tradiciones.
En su recorrida, el protagonista se dedica a observar, con ojo crítico y con el desdén propio de los intelectuales. Nunca sabemos bien qué busca: si una fuente de inspiración para su novela, si su propia felicidad, si una pareja (hay una stripper que hace las veces de una compañera de fiestas y de funerales, con todo el protocolo de ambas), o si su reconciliación con un pasado que le dio al gran amor de su vida pero se lo quitó casi sin que se diera cuenta.
Y sigue observando, a su círculo, a su gente y a su mundo. Ni falta hace describir los paralelos entre esta película y la sobrevalorada obra de Fellini y sus personajes. Así como aquella tenía su fauna, aquí abunda la sucesión de estereotipos, pero, vistos con 50 años de distancia, la reescritura felliniana los hace aún más patéticos:
La rubia regordeta cornuda (de un esposo que la engaña con travestis), que usa vestidos Versace, esos que realzan sus rollos, que toma champagne compulsivamente y observa el mundo con los ojos saltones y la cara rechoncha que, más que exultar vitalidad, busca a gritos algún tipo de salvación que jamás llega.
La flaca, la alta y elegante, que se construyó una vida de fantasía porque la real era demasiado dura como para tolerarla, casada con un gay todavía en el clóset, cuyos hijos la odian, y que se siente conforme con su conciencia llana por haber militado de joven y por hacer beneficencia ahora en su mediana edad.
El eterno frustrado actor del under que quiere, inútilmente, cogerse a la modelo frígida, a quien lleva a cuanta fiesta se le presenta aunque más no sea para exhibirla cual pintura abstracta y poco atractiva.
La madre con el hijo loco, el que cita a Proust y se alberga en la inminente llegada del fin del mundo para perpetrar su propio fin, el incomprendido, el hijo de padres ricos que jamás tuvo un instante fecundo, un mínimo propósito en donde canalizar las emociones encontradas de su propia condición.
La nena, manipulada por los padres imberbes que solo sueñan con tener una hija artista y la obligan a ejecutar su performance en la fiesta que montan, para admiración incrédula de todos los presentes.
La enana editora de la revista de Jep que se ganó su lugar en el mundo de manera justa, la única a quien él parece admirar sinceramente.
Quizás el problema llega cuando las preguntas se verbalizan. Jep observa y busca. Pero no encuentra. Y pregunta. Se encuentra con un sacerdote, empeñado menos en la doctrina religiosa que en enseñar recetas de cocina, y le pregunta acerca de la belleza y del significado de la vida, pero no obtiene respuestas. Como tampoco las obtiene de una santa de 105 años, que solo come hierbas, duerme en el piso y susurra, con el último aliento que le queda de vida, que “la pobreza no se cuenta, se vive”.
Como en la visible influencia felliniana, no hay hilo narrativo que teja una historia, sino cuestionamientos de índole filosófico y existencial que, por supuesto, jamás se responden.
Y las personas que el protagonista se cruza en su camino funcionan como un islote, como un desfiladero de esa fauna que, cansada de tenerlo todo, permanece eternamente insatisfecha.
Si la película tomara una postura más cínica al respecto, si se riera un poco de eso que muestra, tal vez funcionaría como una eficaz crítica social a la aristocracia europea, sus costumbres, sus excesos y sus sinsentidos.
Pero no, la película amaga pero no se lo permite y queda en el mero ejercicio de estilo. Es solemne y pretenciosa de principio a fin, de ahí que uno solo pueda obtener el placer efímero de las imágenes, la simétrica composición pictórica de cada uno de los planos, los planos secuencia que siguen a la nada misma, los movimientos de cámara circulares que parecen encerrarnos en un vacío sin sentido, en un coliseo derruido.
Muy bello todo, sí, pero no mucho más.
Y, como ocurre con toda buena cogida de una noche, uno solo quiere terminar, fumarse un pucho, darse vuelta y dormirse. Y, si te he visto, no me acuerdo.