¿Quieres ser Federico Fellini?
Difícilmente lean una crítica "tibia" como esta sobre el nuevo film del director de Il divo y This Must Be the Place. Es que las reacciones que genera este enfant-terrible, para muchos el nuevo mesías, el gran renovador del cine italiano, van casi siempre de obra maestra (para casi todos) a una vergüenza (para sus ya no tantos detractores), casi sin escalas intermedias. No creo que sea ninguna de esas dos cosas, pero lo cierto es que este ambicioso (pretencioso) realizador y pseudo filósofo me suele irritar bastante.
Podrá ganar el Oscar -ya se ha hecho con decenas de otros premios-, pero hay algo que tiene que ver con las formas, con el tono que usa, con la ostentación que propone, con el regodeo en el patetismo y los excesos que expone que no terminan de enganchar con mi sensibilidad. No le encuentro demasiadas otras explicaciones a por qué los demás (incluidos colegas que respeto mucho) ven en Paolo Sorrentino poco menos que a un genio y yo no.
Aquí, en “su” Dolce Vita, ese satirista desbordado que es Sorrentino contó con el gran Toni Servillo en el papel de Jep Gambardella, un escritor bon vivant que es algo así como el gran animador de las descontroladas fiestas de la aristocracia romana en plena euforia berlusconiana de lujuria y la bellezza del título a cualquier costo. Pero ese mundo grasa y patético de “MILFs” mantenidas a pura cirugías estéticas e inundadas de Botox, de viejos verdes y de intelectuales decadentes se va derrumbando a fuerza de angustia, melancolía y vacío existencial al igual que esa sensación de impunidad, de inmortalidad de una sociedad siempre superficial y negadora.
El problema es que Sorrentino nos somete en muchos pasajes a una estética publicitaria poco feliz, a múltiples referencias fellinianas que quitan más de lo que agregan, y a diálogos cínicos e "ingeniosos" plagados de sentencias célebres sobre el estado de las cosas. El final, para colmo, va hacia la sátira religiosa y la trascendencia espiritual en una película que por momentos se pierde en su propia suntuosidad y auto indulgencia.
Le reconozco, sí, al creador de Las consecuencias del amor y El amigo de familia su inagotable inventiva, su apuesta permanente por el riesgo, un muy particular espíritu provocador y algunos pasajes donde el film alcanza a conectar a pura ironía con estos tiempos tan difíciles de su país. No alcanza a entusiasmarme del todo, pero se trata, sí, de una película para ver y debatir de manera apasionada. Sobre todo, si el domingo 2 de marzo vemos a Sorrentino sobre el escenario del Teatro Dolby de Hollywood levantando la estatuilla dorada de la Academia.