Una bacanal a la manera de Fellini
Con aires de La dolce vita, el largometraje más ambicioso del realizador napolitano es un dilatado fresco que lleva al límite el barroquismo de sus obras anteriores y describe la actual fauna romana con una mezcla de sorna y simpatía.
La gran belleza a la que hace mención el sexto largometraje de Paolo Sorrentino –el primero en ser estrenado comercialmente en nuestro país– es abstracta pero al mismo tiempo bien concreta. Abstracta porque surge de una cruza de emociones y sensaciones para la cual ni las palabras ni las imágenes parecen ser suficientes a la hora de describirla; concreta porque los encuadres y sonidos del film la ubican en ciertas expresiones artísticas y en algunas relaciones personales, aunque el protagonista insista –al menos en un primer momento– en acallarla con barullo, sopor y un cinismo a prueba de balas. Jep Gambardella, periodista especializado en arte y cultura, autor de una única novela décadas atrás, cumple 65 años y lo celebra en la terraza de su propia casa junto a amistades, allegados y conocidos. La fauna descripta en esa secuencia con una mezcla de sorna y simpatía, mientras la banda de sonido deja escuchar un remix de Raffaella Carrà, sienta las bases de un relato que, desde ese momento seminal, no hará más que referir al cine de Federico Fellini, en particular a la historia de Marcello Rubini, el giornalista de La dolce vita. Las comparaciones son, en ese sentido, inevitables y necesarias.
Favorita entre los apostadores a llevarse el Oscar a mejor película de habla no inglesa, La grande bellezza propone un festín (una bacanal sería más acertado) impresionista donde la mirada del héroe, interpretado por Toni Servillo –figura recurrente en el cine de Sorrentino desde su ópera prima, L’uomo in più (2001)–, empapa todas y cada una de las viñetas que dan forma a la historia. Son sus ojos y sus ponzoñosas palabras las que describen las diversas fiestas, banquetes y reuniones en el retazo de sociedad romana por el que circula como pez en el agua, un cambalache donde se codean snobs, artistas, intelectuales, agentes de prensa, nobles, socialites y attricettas en alza y en plena caída. Un mundo que, detrás de la excitación y la apariencia de constante ebullición, esconde un vacío al que Gambardella es adicto. Pero el aniversario trae algunas novedades, como si los cimientos con los cuales supo construir ese edificio cotidiano estuvieran evidenciando fatiga de material. Llámese crisis, depresión o simple angustia, a este pequeño rey de Roma (como Marcello en La dolce vita, como Fellini, como el propio Paolo Sorrentino, hombres del interior radicados en la Ciudad Eterna) le llegó la hora de reflexionar sobre el pasado, el presente y el futuro.
La grande bellezza es, qué dudas caben, el largometraje más ambicioso del realizador napolitano, un dilatado fresco que lleva al límite el barroquismo de sus obras anteriores. Al mismo tiempo, como en L’uomo in più y, fundamentalmente, en Il divo (retrato de un dirigente a lo largo de varias décadas de labor política), su mirada hacia la sociedad italiana está cargada de un sarcasmo que excede el rol del autor satírico, alcanzando en ocasiones las cotas del moralista. Tal vez lo mejor de la película sean algunas secuencias aisladas: el punzante monólogo con el cual Gambardella humilla en público a una de sus amigas íntimas, el encuentro con una stripper cuarentona –peculiar alma gemela–, la visita a una instalación fotográfica que logra conmoverlo genuinamente, uno de los primeros síntomas de ese cambio que parece avecinarse en su vida. Pero el film de Sorrentino, como la famosa creación de Fellini, actúa por acumulación de secuencias, por concentración de capas de sentido. Y es allí donde deja de hacer pie, abandonado a una deriva narrativa a veces acertada, otras tantas cargada de autoindulgencia, más allá del permanente atractivo visual que, en más de una ocasión, es simple y llana superficie luminosa, efímero fuego fatuo.
Hay ciertamente algo de fatuidad en La grande bellezza, cuyo estilo se define a toda velocidad como manierista: cada sofisticado movimiento de cámara, cada rostro u objeto iluminado a la perfección, cada golpe de montaje, cada una de las eclécticas selecciones musicales, está concebida para complacer y halagar el gusto del espectador, más allá del sentido y la relevancia narrativa o emocional de tal o cual escena. El film va decantando sus temas y un recuerdo del pasado más remoto se transforma en leitmotiv de las vicisitudes actuales del protagonista, al tiempo que un personaje secundario, pero de suma importancia, acerca ese derrotero emocional hacia una suerte de epifanía religiosa. Esa obviedad de la trama, ese lugar común que define toda una vida, se oculta detrás de varios niveles de grandilocuencia audiovisual, y es casi la antítesis del camino que recorría Marcello en La dolce vita. La posibilidad del amor y de la belleza es aquí un recuerdo bañado en luz de luna, un erotismo romántico exacerbado y algo pretencioso; hace más de 50 años su incierta posibilidad estaba marcada por un bicho muerto en la playa y la sonrisa de una joven, cada vez más lejana e inasible.