Nunca me interesaron demasiado las películas de Paolo Sorrentino. Tienen algunos elementos que detesto generalmente en el cine: la imagen de impacto hueco y vacío, las pirotecnias de cámara inútiles, actuaciones excesivas y narraciones episódicas, entre otras cosas. Tras una película más contenida como LAS CONSECUENCIAS DEL AMOR, que me había interesado bastante, el director italiano parecía probar mi punto descendiendo cada vez más con las siguientes (IL DIVO tiene algunos momentos salvables) hasta llegar a ese mamarracho con Sean Penn haciendo de cantante dark en viaje por Estados Unidos, llamada THIS MUST BE THE PLACE.
Y cuando LA GRANDE BELLEZZA comienza uno siente que está ante más de lo mismo: igual estilo, pero todo en grande, muy grande. Es “la película de autor” de Sorrentino, su opus magnum. Son 15/20 minutos de una fiesta que parece una versión grotesca de algo ya grotesco como puede ser cualquier fiesta de algún programa de televisión de un canal de Silvio Berlusconi. En plena ciudad de Roma vemos a un escritor y bon vivant de 65 años que vive enfrente del Coliseo y que, tras escribir una premiada novela hace más de 40 años, cuando llegó a vivir a la capital italiana, no escribió más literatura y vive como periodista en una casa lujosa (se ve que pagan muy bien ahí a los periodistas…)
sorrentino3Interpretado por Toni Servillo (casi un alter ego de un realizador cuyos protagonistas suelen ser mucho mayores que él), Jep Gambardella recibe amigos en su terraza con vista al Coliseo todas las noches, tiene amoríos sin mayores consecuencias sentimentales con casi todas las mujeres que circulan por su mundillo y es un hombre irónico, bastante cínico y elegante que observa al decadencia alrededor un poco a la manera de Marcello Mastroianni en LA DOLCE VITA.
Es que Sorrentino se atreve a ir con todo aquí y dialogar temática y estéticamente con el clásico de Federico Fellini. De hecho, el filme podría ser su ROMA. Jep es un hombre mayor que el “Marcello” de Mastroianni y, si la pensamos como secuela, casi podría ser él mismo personaje muchos años después. Es que en espíritu, al menos, lo es. Jep y la cámara de Sorrentino se meten dentro de esa cultura fiestera y excesiva italiana –además de sus museos y su deslumbrante escenografía urbana– y, por una vez, esa puesta en escena pirotécnica y esas personificaciones casi caricaturescas no se sienten tan impostadas sino que parecen casi naturales. Es que en los excesos de cierta cultura italiana, el realismo tiene fronteras casi infinitas.
sorrentino2La película es igual de episódica que las otras de Sorrentino (o aún más) y ése es su punto más discutible o complicado a la hora de verla como un todo. Jep y compañía (un “quién es quién” de la actuación italiana post-40 trabaja en el filme) van y vienen por la ciudad, visitan monjas devotas, curas cocineros, condes que se alquilan por una noche, strippers melancólicas, artistas conceptuales, actores, escritores, cirujanos estéticos y en cada esquina parecen encontrar un coro de música sacra. Todo vale en LA GRANDE BELLEZZA: la paleta de colores estalla en todos los brillantes posibles, y de una hermosa composición de música antigua pasamos a “Pa-panamericano”, casi sin respiro. Y sí, algunos episodios funcionan mejor que otros…
El filme dura 140 minutos y, cuando promedia, encuentra un tono melancólico que le sienta muy bien. A partir de enterarse de la muerte de su primera novia, Jep entra en crisis con lo que lo rodea, empezando a mirar con otros ojos su universo al punto que su cinismo se va volviendo una suerte de melancólica reflexión pletórica de epifanías. Esa tristeza marca a fuego el filme entregándole sus momentos más logrados. También Sorrentino calma su habitual hiperquinesis de puesta en escena y las secuencias se extienden un poco más que las previas, que parecen en algunos casos más propias de sketchs televisivos en su duración y profundidad. Es en esa parte -igualmente grandilocuente- que la película se arma y crece hasta emocionar con un final que cita directamente al cine de Fellini.
Hemos visto ya varias veces -en películas de Ettore Scola, Michelangelo Antonioni y el propio Fellini, obviamente- el vacío moral y la decadencia de la clase alta y de los intelectuales italianos. Y se puede decir que no hay nada nuevo en lo que pinta Sorrentino, más que mostrar que las cosas no han cambiado demasiado en los últimos 30, 40 o 50 años. Tan bella como patética, tan gloriosa como ridícula, Roma sigue siendo -y probablemente siempre lo sea- una ciudad fascinante y misteriosa. Y la película la celebra y la cuestiona, deséandole para ella una mejor suerte que este conflictivo y hueco presente.