Los auténticos decadentes
Jep Gambardella supo escribir una novela extraordinaria hace ya demasiado tiempo, y hoy solo es una sombra cínica y elegante de lo que pudo llegar a ser. Su condena es vivir con plena consciencia de ello. No le queda ni el consuelo de la hipocresía. Va por la noche romana y se pierde en un interminable desfile de grandes fiestas y bellas ruinas. La vorágine de la mundanidad. Tanto él como esa ciudad abierta viven a expensas de esplendores remotos. Dolce far niente que se consume de a poco en una parálisis confortable.
La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, se pasea con gracia por una cáscara vacía que permite adivinar todo lo que contuvo. Tanta falsedad esconde alguna verdad olvidada escrita en algún rincón del tiempo.
La evocación a glorias del pasado alcanza al propio cine italiano, en particular a Fellini. Hay algo de Marcelo Rubini, aquel personaje que Mastroianni compuso para La Dolce Vita, en ese andar desencantado de Jep (que encuentra el rostro exacto en la interpretación de Toni Servillo). Pero los ecos del mejor cine no se agotan allí y hasta Bellocchio podría verse reflejado en el desequilibrio del hijo de una amiga de Jep, o Visconti en el certero retrato de un sistema que declina. No se trata de homenajes directos sino de un espíritu que sobrevuela en la precisión de cada plano.
Jep sabe perfectamente que hace mucho que no está a la altura de sí mismo. Sorrentino, por el contrario, apuesta fuerte como en trabajos anteriores, pero esta vez logra el equilibrio en una historia que se sostiene a pesar de sus ambiciones desmedidas. Con una cámara en estado de gracia y módicos enigmas consigue ir en busca del tiempo perdido y lograr que brille por su ausencia.