La grande belleza
1. Win Wenders lo dice en “El acto de ver” refiriéndose a las películas que “tienen un alma, en las que se nota un centro, las que irradian una identidad. Todas estas películas, sin excepción, han sido ‘soñadas’, estoy seguro de ello…” Una de esas películas que parece haber sido articulada sobre los torrenciales desvaríos de un sueño es La Grande Belleza, de Paolo Sorrentino. Desde qué dimensión ha sido soñada esta película es algo que solamente es capaz de revelar su director. Nosotros podemos intentar respondernos cuál es -a título personal- el poderoso centro magnético de irradiación de esta obra maestra que nos ha quitado el sueño.
El primer paso es analizar los puntos de contacto entre el filme de Sorrentino y La dolce vita de Fellini, filme con el que establece una especie de correlatividad, un eco en el sentido de Mijail Bajtín cuando analiza las distintas “perspectivas, cosmovisiones, escuelas” que atraviesan todo objeto del discurso. Esto no es tan difícil, el tono general de La Grande Belleza remite a ese gran fresco romano filmado por Fellini en 1960 con todos sus íconos fácilmente reconocibles: las bacanales fatuas de la aristocracia, el desenfreno, la idiotez, el sinsentido de la vida absurda, el culto a las apariencias, las mujeres voluptuosas, el cinismo, la frivolidad, el excéntrico perorar en el vacío que busca tapar la insatisfacción a cualquier precio. Las consecuencias de tanta barahúnda sin medida es la soledad, el desasosiego, la incomunicación, el desprecio por el menor gesto de afecto y esta tendencia a correr, a saltar de una relación a otra, a someterse a una dinámica absurda para saciar una pavorosa miseria espiritual que pide a gritos escucharse para ser comprendida y aceptada y amada. El fondo arquitectónico de tanta orgía desesperada es Roma (la ciudad museo). Roma con sus vestigios imperiales, su ornamentación renacentista, su victorioso pasado clásico. Esa gran belleza convive con la horrible arquitectura funcional de la ciudad actual donde todo es fugaz, pasajero, descartable. Pero acaso la mayor ligazón entre ambos filmes esté dada por la psicología del personaje. Gep Gambardella, el periodista de La Grande Belleza, representa los años maduros del reportero interpretado por Mastroianni en la película de Fellini. Describirlos es mencionar el rasgo más pavoroso que tienen en común: ambos han desperdiciado la vida corriendo inútilmente con el agravante -en el caso de Gambardella- de que ya no está en edad de remediar lo que ha dejado pasar. La vida de Gep Gambardella se reduce a una novela que escribió en su juventud, el resto -parafraseando a Faulkner- es el sonido furioso de una pregunta que lo atormenta a cada paso: ¿por qué no ha vuelto a escribir? Probablemente en Gambardella y en sus amigos tan patéticos y grises podamos reconocer alguna pincelada de Ettore Scola. Probablemente haya algo del Gassman de esas películas en el desprejuiciado fragor de Gambardella que – como acontece a todos los personajes grotescos- está provisto de una doble máscara que combina los dos géneros clásicos: la tragedia y la comedia y por eso esta película se resiste a ser clasificada en un solo género.
2. La Grande Belleza es una aventura metafísica que hace del espacio (Roma) un cautiverio hermoso y colosal y del tiempo una aporía silenciosa que va minando la existencia. El espacio de Gambardella es Roma. Gep no sale de Roma porque abandonar esa ciudad llena de fragor y de furia pondría en peligro su irrefrenable necesidad de taponar el vacío existencial que lo domina abusando de todas las distracciones que ofrecen las grandes capitales. Sin embargo, La Grande Belleza cuenta algo más que la rutina circular de un camaleón en la comparsa. Toni Servillo definió en una entrevista a su personaje -Gep Gambardella- como un “cínico sentimental”. Esa definición es de una exactitud tan notable como su interpretación. Si nos remitimos a la escuela cínica de la Grecia antigua y recordamos que recibe su nombre del vocablo “perro” es fácilmente comprensible la rabiosa antipatía que por momentos despierta Gambardella en las reuniones sociales a las que concurre sin ánimo de escandalizar, hay que admitirlo. El cínico era el hombre que ejercía con descarnada autoridad el desapego, la indiferencia, la incuria. Como bien observa José Ferrater Mora en su “Diccionario de Filosofía”: “…más que una filosofía el cinismo es una forma de vida, surgida en un momento de crisis…”. El rechazo por las convenciones sociales era el centro medular de la escuela de Antístenes y, llevado al extremo, da como resultado la despiadada sinceridad de Gambardella, su tendencia a ejercer sin dobleces una franqueza con vocación de boomerang que deja traslucir el fondo gris de su resentimiento. Gambardella llega tarde a una conclusión que pudo haberle ahorrado, tal vez, el sacrificio de una existencia inútil: “El descubrimiento más consistente que he hecho tras cumplir 65 años es que no puedo perder tiempo haciendo cosas que no quiero hacer…”. Esa frase define la crisis que ya advirtiéramos en medio de la deslumbrante fiesta de apertura del filme cuando el escritor abandona la fila, deja de menearse como un pavo y la cámara se acerca a él en un travelling combinado con un rallenti memorable que culmina en un primer plano. A partir de ese momento comprendemos que estamos asistiendo al derrumbe existencial de un hombre carcomido por la fatuidad. El escritor devenido en periodista de La Grande Belleza consumió su vida enredado en lo que Gelman llamaba “la ajenidad del mundo”. Pensar en un acto de negligencia o en un abandono sería absurdo. Fue una decisión absolutamente consciente y deliberada. Dicho textualmente por el personaje quería convertirse “en el rey de los mundanos”. Gambardella optó por las garantías de una existencia mediocre, cobarde, caprichosamente banal, desprovista de un proyecto capaz de justificar su vida.
3.Juan Gelman se pregunta en un poema “dónde van a parar los desperdicios del amor”. Gambardella podría responder a ese interrogante contando, acaso, el episodio más traumático de su vida: la única mujer que amó se llamaba Elisa y lo abandonó para casarse con otro. Alfredo, ese “otro” se presenta un buen día ante Gep para anunciarle que Elisa ha muerto y le confiesa algo más doloroso aún: “Estuvimos casados 35 años. Pero Elisa siempre te quiso a ti”. Tras la confesión los ojos de Gep se posan en una foto de Elisa registrada en la época de su noviazgo, cuando era una adolescente rubia tomando sol en unas rocas. Alfredo, tras la muerte de su esposa, tuvo acceso al diario íntimo donde ella apuntaba numerosas referencias sobre Gep destinándole a su esposo tan solo una frase “es un buen compañero”.
Gambardella recuerda el esplendor de Elisa de cara al mar y entonces nos da por pensar que cumple una función similar a la del querubín que le habla a Marcello al final de “La dolce vita” en un lenguaje indescifrable. Esa mujer se ha llevado un secreto a la tumba y con él la ilusión amorosa de Gep que se ha preguntado en silencio durante 35 años lo que finalmente se anima compartir con Alfredo: “¿Por qué me dejó Elisa?” No hay respuesta. Solamente la escena traumática que regresa una y otra vez con la fragancia de una noche de luna, frente al mar y el beso y las miradas de ambos abriéndose a una ilusión de corto aliento. ¿Cómo hubieran sido sus vidas de haberse animado Elisa a iniciar un verdadero romance con Gep? Ya es tarde para imaginarlo. Elisa ha muerto y Gep ha malgastado su vida con mujeres de ocasión tratando de olvidarla.
El tiempo en La Grande Belleza nos recuerda al enfoque de San Agustín: El pasado es la memoria del amor perdido (Elisa); el presente es la atención difusa repartida entre todas las cosas que permiten maquillar, disfrazar, anestesiar nuestra cobardía que nos entrega al conformismo y a la autocompasión antes que al coraje para enfrentar las adversidades con persistencia épica; y el futuro: la espera de esa “gran belleza” salvadora que promete ponerle fin al mutismo de cuarenta años de amargura. Esa “gran belleza” como el abandono de Elisa asume la forma de un trauma capaz de ahogar la fuerza de todos los impulsos.
Sorrentino describe un mundo minado de apariencias que hacen de nuestra vida un pasaje inútil, un puro descarte, lo que en boca de Shakespeare sería “un cuento narrado por un idiota lleno de sonido y de furia y que no significa nada”.