Divina decadencia
La bacanal avanza. Drag queens gordas, miradas, señoras chetas y “el libro sobre la nada que no hizo Flaubert voy a escribirlo yo”. Quien habla es Jep Gambardella, periodista por encargo, escritor de una sola novela y, pese a su magra obra, héroe de una Roma que divinamente se resquebraja, como el Coliseo que adorna su jardín terraza y salón de fiestas. Ahora, el rey de la noche encabeza el trencito; derraman champán, la editora enana se recuesta exhausta; la cocainómana aspira con desprecio. “Dejala, es una pendeja”, le dice Jep a Romano, su Sancho Panza. Una púber monta su show de action painting y termina embadurnada, Carrie en un arco iris eléctrico; un cirujano suministra botox como un stand paramédico instalado en plena fiesta y Jep mira atónito al circo apabullante; se ríe, entristece, y cada fotograma es un último y definitivo cuadro de cómic.
Escribiendo sobre La grande belleza, séptimo y ya multipremiado film de Paolo Sorrentino (Il divo, Las consecuencias del amor), el crítico Jonathan Romney destaca que “Jep no habrá publicado mucho, pero tiene la sed de observador que hace grandes a los escritores”. Exacto, y su problema es plasmar lo que ve porque antes debe vivirlo, disfrutarlo e indefectiblemente padecerlo. La grande belleza es la vida misma. Desde su presentación en Cannes, pese a las inevitables comparaciones con el cine de Fellini y Antonioni, el sibarita que compone Toni Servillo (en su cuarta colaboración con Sorrentino) está tan cerca del decadente Marcello en La dolce vita y La notte (del cual sería su versión berlusconiana) como del novelista bloqueado y rumiante de Muerte en Venecia. El desborde no llega al grotesco; Jep se maravilla ante lo fortuito e irreversible. Él no es oscuro; oscuro es Lello, que apologiza la melancolía ante pronósticos de espanto. El mensaje es: ver Roma y después morir. Roma, o Venecia. Pero siempre Italia.