El lobo de Roma
Es útil para poner en evidencia los problemas y las fallas que tiene La grande bellezza, comparar a esta película de Paolo Sorrentino con El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese. Dos estrenos de este año que tienen al desparpajo y al vértigo, formal y temático, como principal elemento constitutivo.
Scorsese elige para contar el monólogo interior/exterior de Jordan Belfort un estilo exacerbado, un ritmo alocado que rebota contra la puerilidad de unos personajes vergonzosos en su hedonismo destructivo. Scorsese -que no juzga y por el contrario se fascina y nos fascina- sabe que esa velocidad es la única forma de contar este mundo, porque si uno se detiene y mira lo que hay, surge el inevitable juicio de valor. El lobo de Wall Street tiene el tempo justo. La grande bellezza tiene mucho de eso: el transitar felliniano-dolcevitesco del periodista y escritor Jep Gambardella por una Roma decadente y prosaicamente festiva es fragmentario, episódico, con situaciones que se entrelazan incluso por fuera de la búsqueda de un sentido que unifique. El inconveniente aquí es que Jep, al revés que Jordan Belfort, es alguien que forma parte y a la vez reniega de ese mundo, a sus 65 años le repele la superficialidad que ha sido norma, es alguien que juzga y no disfruta, es la culpa que Scorsese se olvidó por una vez.
No está mal connotar la decadencia y repeler esas fiestas repletas de viejos verdes y señoras poderosas rellenas de bótox, esos bailes que exudan eclecticismo sexual, musical, intelectual. El inconveniente es que Sorrentino, no tanto Jep -el protagonista está en todo su derecho de hacerlo-, aborrece ese mundo que refleja, se nota demasiado su desprecio. Y ese rencor impide que el manierismo de su puesta en escena, el lujo superficial de brillantina, funcione porque lo convierte en algo más intelectual que emocional. Por eso que lo mejor de La grande bellezza son sus primeros 20 minutos, un verdadero espectáculo audiovisual que merece ser visto en la pantalla más grande que exista, un desborde a lo Luhrmann que no deja de señalar la decadencia pero a través del disfrute y la sugerencia. Claro, mientras Luhrmann hace del pop una autopista para construir el relato, Sorrentino sólo juzga y desnaturaliza, lo exhibe para demostrar su opulencia de planos y movimientos de cámara y luz refulgente. No le importa demasiado más que revelarse como el verdadero renovador del lenguaje cinematográfico italiano.
Una vez pasados esos fascinantes primeros 20 minutos, que hacen chocar a la Roma diurna, histórica y solemne con la nocturnal, festiva y decadente, La grande bellezza arranca con el relato confesional de Jep Gambardella. Ahí, el film alterna momentos y personajes más atractivos que otros, lógico para un relato episódico, y comienza a empalagarse con sus reflexiones, sus temas y manierismos visuales. Tal vez el más acertado -y curioso- de los apuntes de Jep/Sorrentino sea aquel que pone en evidencia la ridiculez de cierto arte postmoderno y de los artistas snobs que lo reproducen. Lo que no observa Sorrentino -o tal vez sí pero se quiere pasar de gracioso- es que su propia película cae en esos simbolismos y recursos puramente efectistas que dice cuestionar. Como se le escucha decir en algún momento al protagonista, “quiero algo más que una provocación”. Como gesto, La grande bellezza puede fascinar a algunos (y reconozco que por momentos me subyugó), pero no deja de ser eso: un gesto demasiado adornado y exagerado en su pretendida y ambiciosa profundidad. La sensibilidad -o algo parecido-, eso tan buscado y gritado por Jep, aparece recién muy al final. Paolo, para la próxima, quiero algo más que una provocación.