Final de fiesta
No está. Por más que los ojos de Jep Gambardella (Toni Servillo) acudan desesperados en este hipnótico viaje en búsqueda de algo que lo inspire para llevar adelante su segunda novela; esa gran belleza del título ha desaparecido por completo.
En realidad para la película del talentoso italiano Paolo Sorrentino lo desaparecido es más intangible que una obra de arte, una película como la felliniana La dolce vita –homenajeada desde lo conceptual en esta ocasión- o un libro esclarecedor, algo así como el aura del filósofo Walter Benjamin o la italianidad por ponerle un nombre.
Anhelos y añoranzas de un hombre en el crepúsculo de su vida y en el de la Italia de la decadencia que se unen a los fantasmas de un tiempo pasado y cohabitan en esta Roma sin rumbo y travestida que forma parte del escenario del film por el que su protagonista deambula errático y se debate en distintas charlas con amigos o colegas para desencantarse de todo y de todos.
No es la edad de Jep, no es su tránsito por la última etapa de su existencia aquello que influye sobre su punto de vista omnipresente en esta obra maestra, La grande bellezza que puede llevarse el Oscar el próximo 2 de marzo si la Academia se acuerda del buen cine, que apela a la crítica más rigurosa y virulenta sobre la intelectualidad, sobre las poses esnobistas del arte y la hipocresía de una elite anestesiada por el brillo de oropeles artificiales, fiestas electrónicas donde el exceso prima sobre la cordura.
A dónde fue a parar esa cultura tan rica y lejana a estos tiempos del post modernismo y de la Italia en la era post Berlusconi, es una pregunta que encuentra sus respuestas en las ruinas por las que se pasea Jep acompañado de su cinismo saludable, de su crítica pero nostálgica mirada sobre su país y su gente desde la distancia adecuada para no contaminarse de esa inercia enfermiza que conduce a la nada.
La dirección de Sorrentino es soberbia porque logra transmitir con sus imágenes la cosmovisión de su personaje sin traicionarlo desde la estética por la estética misma; encontrando el espacio justo para introducir diálogos punzantes que trascienden la mera bajada de línea como suele ocurrir en este tipo de propuestas en donde la ironía acaba dinamitando todo rasgo de complacencia o ternura frente a lo mediocre pero desde una sensibilidad absoluta y con una concepción artística increíble.