El gran truco
Cuando miro una película tan enorme como La gran belleza siempre me pasa lo mismo, siento que va a ser imposible poner en palabras lo que significó la experiencia de verla, la sensación única de observar la gran construcción de magia que genera el cine. Pero habrá que hacer el intento.
La gran belleza es un rompecabezas lúcido sobre la existencia humana que, sin ser pretenciosa, nos sacude la cabeza como un terremoto. Comienza con una cámara liviana que parece flotar y es testigo sagaz de la vida misma. Imágenes de un cementerio, una fuente, turistas y Roma, personaje fundamental de esta historia. Después nos alejamos y el registro cambia completamente. Entonces observamos una acelerada fiesta en una terraza con un cartel luminoso de Martini titilando, al mejor estilo publicitario. La multitud baila con pasos sincronizados al sonido de quién sabe qué canción de moda, hasta que esta particular “fauna” se abre paso para darle lugar a él: Gep Gambardella.
Gep es un escritor sexagenario que realizó su única novela en sus años de juventud y que ahora se dedica a ganar (y gastar) mucho dinero trabajando como periodista. Vive en un antiquísimo y lujoso departamento frente al Coliseo y se acuesta (entre copas) cuando el resto de los mortales se despierta para ir a trabajar. Encantador y sarcástico, este “rey de lo profano” nos va a acompañar en este trayecto que durará dos horas y veinte, a través de la miseria, la hipocresía, el patetismo humano y también la belleza, claro.
En La gran belleza cada imagen es una pintura compuesta por luces y sombras. La película está plagada de contradicciones, opuestos que conviven en consonancia y donde la puesta en serie hace que fluyan las imágenes con una continuidad armoniosa. La agitada rutina nocturna de Gep y la tranquilidad del convento de monjas, la plaza arbolada y los pies sobre el pasto que cubre las tumbas, el silencio de las ruinas y el ruidoso tráfico, los adinerados obispos y las rodillas sucias por los sacrificios de una mujer. La (auto) crítica no deja nada en pie: ni la intelectualidad, ni la religión, ni el dinero (aunque ayude bastante) ni el poder, y entonces nos damos cuenta que no hay institución alguna que nos aleje del vacío. ¿Dónde reside la gran belleza entonces? Probablemente en la memoria de cada uno, en la nostalgia de aquello que permaneció en el recuerdo y en el anhelo de lo que está por venir, aunque sepamos que todo es “sólo un truco” como le dice el mago a Gep antes de hacer desaparecer la jirafa.
Por otro lado, el arte está presente como forma de sanar las asperezas y como lo único que va a perdurar más allá de nosotros; la escritura, la pintura y por supuesto, el cine representado en la fugaz y luminosa aparición de Fanny Ardant caminando por la noche romana.
El humor se hace presente y le da un respiro a la intranquilidad que nos genera la inevitable reflexión sobre nuestra propia realidad, realidad con una única certeza: “este tren no nos lleva a ningún lado”. La película funciona como un espejo en donde nos miramos, quizás con algo de desagrado, aunque conscientes de nuestra finitud, y por ende, angustiados.
Y como dice Gep Gambardella, personaje que quedará sellado en mi memoria cinéfila por años: “… estamos todos bajo el umbral de la desesperación, no tenemos más remedio que mirarnos a la cara y hacernos compañía”. Que así sea.