Este film del realizador irlandés Lenny Abrahamson (atención a su anterior opus, la alucinada y amarga Frank) llega a nosotros a través de la marquesina de los Oscars, pero es mucho más. Porque es un trabajo por afuera de los cánones del Hollywood de alfombra roja, que no tiene actores de peso (salvo un muy pequeño papel de William H. Macy) y está montado sobre un guión en el que no hay espacio para el golpe bajo pero sí para el retorcijón de tripas a fuerza de decir sin eufemismos que este es un mundo en el que la oscuridad está a la vuelta de la esquina, o, más precisamente, en el patio del vecino.
El relato nos presenta al niño Jack y a su madre, que durante cinco años viene intentando rescatar la mente de su hijo y sobrevivir al calvario de estar encerrada en un cuarto mínimo, donde el inodoro está junto a la mesa y cerca del armario en el que duerme el niño, a su vez junto a la cama en la que su captor la viola noche tras noche.
También hay una claraboya a través de la cual Jack sueña con un mundo que no conoce y apenas intenta adivinar a través del televisor, que le muestra escenas que no termina de decodificar, porque no reconoce casi ninguna otra cosa que esté por afuera de esas cuatro paredes custodiadas por una puerta infranqueable.
Room sacude desde la seducción de lo perverso y ratifica lo que Frank (de 2014) anunciaba: un director del grupo de los distintos, que leyó los apuntes de Michael Haneke y que presenta sus historias con un tratamiento visual que apunta al contraste texto/imagen. Pero por sobre todo lo que desnuda Room es que Hollywood también se permite, de vez en cuando, descubrir a gente que tiene cosas para decir. Y no es poco. A celebrar, entonces.