Infancia en cautiverio
Son tantos los temas que aborda La habitación y tantos los riesgos que toma el director Lenny Abrahamson, empezando por una narración claramente dividida en dos partes que se distancian a la vez que se retroalimentan, que es casi un milagro que el film haya salido tan bien. La habitación es una película de supervivencia, de vínculos filiales ya disueltos que deben recuperarse de repente, una mirada a la infancia como ese lugar fundacional del que es difícil escapar, y de cómo impacta en las personas que esa infancia luzca resquebrajada. Abrahamson aporta un trabajo formal sobresaliente, más explícito en esa primera parte que en la segunda -aunque no esté ausente un sutil trabajo con la luz-, pero fundamentalmente destaca la forma en que recorta a sus dos criaturas protagónicas: Ma y Jack, notables Brie Larson y Jacob Tremblay.
Ma hace siete años que vive recluida en una habitación con una claraboya como único contacto con el exterior. Jack, su hijo, está cumpliendo cinco años. Cinco años, claro, viviendo en ese mismo lugar. “Room”, la habitación, es no sólo el espacio donde habitan ambos como rehenes de Nick, sino un lugar mítico: Jack desconoce cómo es la realidad, su idea del mundo es ese espacio cerrado y lo que le llega por la televisión. Su imaginación, motorizada por lo que la madre le cuenta, hace que el lugar se expanda y la película captura esa idea con un virtuosismo sin excesos (¡en tu cara El origen!). Por eso, “room” es casi un paraíso perdido, un lugar repleto de leyendas al que se hará necesario volver en el futuro. Esta es la primera parte de La habitación, donde Abrahamson da cuenta de un tour de force formal alucinante al retratar esa situación con un enrarecimiento que nos descoloca y nos invita a comprender progresivamente qué es lo que está pasando. Los recursos del director son amplios: planos cortos, fuera de campo, sombras y una sugerencia que tiene que ver con aquello que Jack puede asimilar. El film es sobresaliente respecto de cómo sostiene el punto de vista del niño, incluyendo su lógica.
Llegando más o menos a su mitad, La habitación plantea un cambio extremo en función de lo que venía contando: el escape es posible, Ma y Jack -luego de una intensa secuencia de fuga- salen del cautiverio. Y parecería empezar otra película, incluso más convencional tanto formal como temáticamente: lo que sigue es el derrotero de ambos en la casa de la abuela, donde los viejos lazos familiares tendrán que recomponerse obligatoriamente, mientras la historia de la madre y el niño encerrados siete años en un cobertizo se convierte en relato social al que los medios y la gente desea acercarse. Pero Abrahamson sabe que su película son esa madre y ese hijo, ese vínculo que atraviesa múltiples estadios. Esta segunda parte, que parece perder potencia en relación a la primera, es en verdad mucho más sutil y menos evidente en su apuesta formal: hay una luz, cotidiana, común para nosotros, que impacta de otra forma en Ma y Jack. El mundo libre, ese espacio añorado por ella y desconocido por él, resulta ser incómodo para los protagonistas. Y ahí es donde La habitación construye su punto de vista más polémico, sin necesidad de caer en sentencias escandalosas para promover el debate a su alrededor: para Ma y para Jack aquel cobertizo, aquella “room” oscura, se convierte en una tierra idealizada y feliz contra este presente luminoso y peligroso. Y grande. Demasiado.
Si bien el choque entre la primera parte de La habitación y la segunda parece brusco, en verdad son dos segmentos que se precisan unos a otros, porque en ese recorrido total (no en la supresión de los momentos ingratos, pecado de la corrección política) es donde se construye la realidad de los individuos. El film de Abrahamson es inteligente y creativo, incluso original para impedir que sus trucos de puesta en escena devoren a sus personajes. Pero fundamentalmente, y gracias a una fuerte construcción del punto de vista infantil, es que la película elude la sordidez y el golpe bajo sin por ello negar la posibilidad de un mundo doloroso ahí fuera. La habitación, a partir de una sensibilidad que no elude lo áspero pero es básicamente emotiva, es una película que viene a negar el cálculo nihilista de tipos como Iñárritu, que cuentan además con el visto bueno de un público contemporáneo que estima que el zamarreo es el gran arte.
A partir del inteligente guión de Emma Donoghue -que adaptó su propio libro-, Abrahamson hace un tratado sobre el mundo infantil, incluso sobre su sustracción como en el caso de Ma. La imaginación, la creatividad y la asimilación de los relatos fantásticos como metáfora de la realidad son fuentes básicas de subsistencia. De eso se vale La habitación, que en definitiva no es más que un relato sobre ese proceso de adaptación cruel llamado infancia.