El espacio entre los otros
Mucho más que una historia de encierro y autosuperación; mucho más que un retrato descarnado y sin concesiones sobre el calvario del cautiverio de una madre joven con su hijo pequeño, La habitación -2015- propone tantas lecturas en su despliegue de subtramas que sería injusto elegir la más sencilla, básicamente por el mérito de su director Lenny Abrahamson y la osadía de su guionista -también autora de la novela- Emma Donoghue.
La habitación debería ganar el Oscar entre sus compañeras de terna. Es más que la película independiente de todos los años elegida para que la premiación tenga esa cuota de incorrección necesaria y de esa manera no volverse tan obvia y aburrida, pero el tiempo dirá hasta dónde este tipo de propuestas inteligentes y no concesivas tienen el peso suficiente para vencer el formalismo y conformismo mainstream, que domina el mercado y la industria.
Joy y Jack, madre e hijo, han generado un vínculo en un espacio reducido, un cuarto armado de forma improvisada por el secuestrador, en el que pasan todos los días de su vida. El mundo es ese y no otro, por lo menos desde el punto de vista del pequeño Jack -Jacob Tremblay-, que configura su aprendizaje como puede y con los elementos que lo rodean: un televisor, amigos imaginarios y los relatos de su madre –Brie Larson-. En la televisión pasa la realidad como ocurriera a los esclavos de la alegoría de la caverna de Platón y el choque con el exterior puede contribuir a los peores desenlaces. No son las sombras proyectadas desde la luz del candil, sino las imágenes que desprende ese aparato que para el niño es mágico, porque de ahí sale la comida que lo alimenta, los remedios que lo curan y no de las provisiones que un extraño deja cada vez que penetra en el cuarto y mantiene relaciones con su madre.
El tío Nick -Sean Bridgers-, así se llama el extraño, tiene vedado el contacto con Jack, su madre reacciona si es que intenta tocarlo o sacarlo de su cama, que no es otra que un placard. Pero a los cinco años ya es hora que Jack abandone la habitación, a riesgo de que la misión suicida, mandato materno, falle.
Salir o no salir, esa es la cuestión que se atreve a romper todo tipo de planteo reduccionista y que apela al día después, que tantas veces genera conflictos en el espectador que prefiere finales felices. La habitación es un film perturbador en el sentido absoluto de la palabra, porque hace hincapié en aquellas preguntas incómodas una vez que la empatía con los personajes se fortalece gracias a la increíble química entre la actriz Brie Larson y el niño Jacob Tremblay, elemento imprescindible para que todo lo demás funcione.
Es el punto de vista del niño el que domina la configuración de la puesta en escena –el intercalado de su voz en off afianza la idea- y desde ahí las raíces de los conflictos psicológicos operan por resonancia desde la percepción de la realidad, tanto dentro como fuera de un espacio; el aprendizaje y la adecuación al entorno tras el encierro también ocupan el centro.
Sin embargo, el relato se parte en otro punto de vista, secundario y en un segundo plano, pero que se yuxtapone y complementa, el de la problemática de la adaptación de una madre joven que parió en cautiverio y experimentó con su captor una compleja relación atravesada por el odio, el miedo, la dependencia y la sumisión.
La singularidad en términos de dirección obedece por un lado a configurar los espacios sin la recaída habitual en el esquematismo formal de la opresión con el encuadre cerrado, aspecto que genera una cuota de respiro en la imagen, a pesar del encierro que nunca deja de estar presente. En ese sentido, cada elemento del cuarto gana un peso dramático y la interacción con los personajes, es decir, lo físico recobra un sentido que excede lo simbólico.
Es merecida la nominación para Brie Larson como actriz protagónica y por supuesto para el director Lenny Abrahamson, tanto en lo que a despliegue visual se refiere como a la propia dirección del elenco, donde tampoco quedan atrás las performances de Joan Allen y William H. Macy.