El sonido ominoso y las indescifrables imágenes gráficas que abren LA HELADA NEGRA invitan al misterio, a la extrañeza. La figura se va lentamente disolviendo y lo que aparece por detrás de ella es una joven sentada en el medio del campo, perdida, como ausente. El comienzo invita a imaginar algo sobrenatural, con Ailín Salas como la versión telúrica de algún tipo de alienígena, la Scarlett Johansson de la adaptación local de UNDER THE SKIN, de Jonathan Glazer. Y durante gran parte del relato, la cámara inquieta de Maximiliano Schönfeld, el sonido perturbador y la manera intrigada y curiosa con la que la miran los habitantes de la comunidad alemana a la que termina yendo, recogida de allí por un joven de ese lugar, nos hace pensar que hay algo verdaderamente extraño en ella. Si lo hay, o no, eso es algo que habrá que descubrir viendo la segunda película del director de GERMANIA, que meses atrás tuvo su estreno internacional en el Festival de Berlín para luego pasar por el BAFICI local.
LA HELADA NEGRA es una película curiosa, fuera de lo común. Tras ese inicio casi de cine fantástico se establece como una suerte de docudrama rural en el que vamos viendo cómo Alejandra se va inmiscuyendo en las vidas de esta comunidad cerrada y que atraviesa tanto problemas económicos y familiares como evidentes tensiones entre muchos de sus rubísimos miembros. Difícil es deducir exactamente las relaciones de sus habitantes (todos parecen primos, hermanos, tíos, parientes, miembros de una gran y autonómica familia), pero es claro que la llegada de la chica los perturba. Especialmente a Lucas, que fue quien la encontró y con la que se obsesiona/enamora. Para algunos otros, la presencia de este literal cuerpo extraño es motivo de incomodidad: ¿quién es? ¿qué está haciendo allí? ¿qué pretende de nosotros?
La intriga que sostiene la por momentos confusa trama del filme está relacionada con el hecho de que Alejandra podría tener misteriosos poderes curativos, sobrenaturales, que pronto empiezan a congraciarla con algunos miembros de la comunidad que al principio la rechazaba. Schönfeld juega inteligentemente con la intriga que eso produce: ¿hay algo en ella que puede hacer que la cosecha mejore, que los niños se curen, que los animales corran más rápido? ¿Es su mirada, su cabello, el sólo hecho de que es “distinta”? ¿O es todo una farsa creada por la chica para sobrevivir allí, sostenida por la desesperación o la necesidad de creer en algo de los pobladores? ¿O hay algo más?
Filmada en la misma comunidad de alemanes del Volga de Entre Ríos en la que rodó GERMANIA, la película se vuelve a veces impenetrable y en casi todos los momentos Schönfeld parece priorizar las elecciones estéticas (planos secuencias sinuosos y fantasmales por medio de cosechas, bosques o campamentos, bellamente fotografiados por Soledad Rodríguez) por sobre las dramatúrgicas, generando que la continuidad entre una escena y otra muchas veces se vuelva un tanto arbitraria, como si faltaran trozos narrativos en el medio.
Esa dificultad para entender las motivaciones o relaciones entre los personajes (además de cierta parquedad actoral de parte de la mayoría del elenco no profesional) puede generar algún tipo de distancia respecto a lo que LA HELADA NEGRA narra pero lo que jamás se pierde en el filme es la extrañeza, la inquietud que el personaje de Salas genera tanto en el pueblo como en los espectadores, lo mismo que las posibles repercusiones (personales y sociales también) que derivan de su presencia allí. Misteriosa y elíptica, la película procede con la cadencia de un cuento nocturno contado a la luz del fogón, uno de esos mitos folclóricos que se parecen a los sueños pero tienen mucho también de pesadilla.