EL MILAGRO ES EL MISTERIO. Su sencillismo pastoral y su intérprete principal pueden confundir: La helada negra no es una arbitrariedad desapasionada con una actriz de moda, sino un film maduro, de ideas claras, con un director sensible detrás.
La historia de Alejandra, una joven que es vista por los habitantes de una comunidad de descendientes europeos como hacedora de milagros –y al mismo tiempo, tal vez por el mismo motivo, como alguien en quien no confiar demasiado–, es narrada por Maximiliano Schonfeld (1982, Crespo, Entre Ríos) sin sobresaltos. La belleza de los encuadres y la ajustada disposición de cada travelling responden a una planificación que se intuye paciente, sin que el resultado final se alce como una creación de frialdad milimétrica: hay calidez en La helada negra, con un tibio enigma rondándola.
Aunque podría ligarse a películas con personaje dudosamente angelical que sacude un estado de cosas –como Teorema (1968, Pasolini)– o con supersticiones del Litoral argentino encarnadas en una muchacha con fluctuantes actitudes de debilidad y fortaleza –como La hora de María y el pájaro de oro (1975, Kuhn)–, la distinguen una templanza provinciana, un tono delicado y ambiciones que no abruman. Las imágenes iniciales (una mancha deforme que parece ser la helada del título o un dibujo en el espacio, en cualquier caso una forma que induce al misterio) llevan a pensar en Tarkovski o en las inquietudes ecológicas de algunas películas de Peter Weir, así como cuando la cámara merodea a unas niñas rubias asoma el recuerdo de Luz silenciosa (2007, Reygadas). Y aunque el film nunca traspone una sensación de serena inquietud, se acerca a los espejismos de Favio al detener su mirada en los bordes (miradas y gestos son lo que importa, como cuando se habla de un parabrisas que permanece fuera de campo), al permitir que la tensión dramática sea atravesada por una ráfaga de humor, o al integrar espontáneamente a la trama bailes, música y costumbres que entretienen a gente del interior de las provincias.
Rodada en la localidad entrerriana de Villa María con personas del lugar –salvo la protagonista–, La helada negra orilla la fantasía con pudor, con la ayuda de una música amenazante que altera el fondo sonoro hecho de mugidos de vacas y murmullos de pájaros. No menos sutiles resultan otras señales de alarma en ese apacible espacio cruzado de árboles y fardos dorados: una mano que aprieta una fruta, por ejemplo.
El rigor plástico (gran trabajo de la directora de fotografía Soledad Rodríguez y los camarógrafos Gustavo Triviño y Nicolás Mayer) encuentra su cauce en la depurada dirección: resulta difícil encontrar una película argentina reciente que exhiba esta calidad, con una secuencia filmada de manera tan envolvente como la que revela ciertos datos sobre la protagonista culminando con un beso, para luego prolongarse en las imágenes de un baile en el pueblo.
El film de Schonfeld deriva de una historia que él mismo vivió de cerca: el revuelo que generó en Crespo un niño que decía haber visto a Jesús; ese punto de partida revela la sinceridad del trabajo. No deja de ser reconfortante, por otra parte, que por sobre esos límpidos horizontes que traen ecos de John Ford se recorten necesidades y conflictos ciertos. Los personajes trabajan y se preocupan por el estado de sus cosechas, y el milagro mismo (la desaparición de la helada perjudicial, supuestamente por obra de la joven forastera) puede ser visto como solución a un infortunio de la Naturaleza pero también una manera de remediar la indiferencia o inacción de quienes deberían ocuparse del bienestar de esta gente. La fe en alguien superior o distinto, que viene de afuera (no surge del seno de la comunidad) para resolver problemas, enfrentando algunas sospechas y resistencias, posibilita diversas interpretaciones. ¿Alejandra los ayuda o los engaña? ¿En los pueblerinos hay excesiva confianza o simplemente aprovechamiento de un prodigio del destino? ¿Lo de ellos es serenidad, ingenuidad o un modo de vivir sin hacerse demasiadas preguntas?
La tonada de Lucas, el pibe cuyos sentimientos se ven sacudidos por la presencia de la joven sanadora (Lucas Schell, a quien Schonfeld había dirigido ya en Germania), y su presencia no intoxicada de vicios televisivos, son demostración de la verdad que el director logra extraer de este grupo de no actores convocados para jugar personajes no muy distintos a sí mismos. Junto a ellos, Ailín Salas compensa largamente cierta falta de matices al hablar con esa mezcla de fragilidad y madurez que suele imprimir a sus seres de ficción. Con sus sonrisas pícaras, el brillo de sus miradas asustadas y su discreta carnalidad, hace de esa “chica vestida de vieja” una criatura recordable, seductoramente sinuosa.
Por Fernando G. Varea