El cine es una cuestión de fe
Capaz de ahondar en el misterio, a través de un personaje ambiguo, el film de Schonfeld hace de su santita un interrogante. El cine, el milagro, ritos heredados y ofrendas paganas. Cuando las imágenes son capaces de materializar sueños.
Hace unos años, el realizador entrerriano Maximiliano Schonfeld estuvo en la ciudad, durante la 14ª edición del Bafici Rosario, organizado por Calanda Producciones. En esa oportunidad, acompañó la proyección de su ópera prima, Germania (2012). También dialogó sobre la película y su manera de pensar el cine. Una de sus frases sobresalió: "Para mí el cine es una cuestión de fe".
Tal aseveración lleva a pensar en la inevitable creencia que el cine requiere para, justamente, ser. Al respecto, hay varios ejemplos, pero el nombre destacado será, siempre, el de Roberto Rossellini. Capaz como era de detenerse en la situación límite, ambigua, a través de la cual el milagro podía, tal vez, suceder. ¿Cómo no creer en Europa '51, en Viaje a Italia? La alucinación de sus personajes traspasa la pantalla, impregna al espectador, le interroga para hacerle permanecer en la pregunta.
Lo logró también Frank Capra, en la magistral Qué bello es vivir (1946). Hay que aceptar su momento angelical, de registro alterado, para permitir que la película sea. Desde un lugar semejante, el filósofo Alain Badiou destacaba a Los amantes crucificados (1954), de Kenji Mizoguchi, a partir de la sonrisa de los enamorados durante la secuencia final, capaz de transgredir el castigo mortal.
La fe en el cine está, de hecho, en la aceptación de esa otra realidad que se materializa en la pantalla, que algunos pocos grandes directores son capaces de articular con el drama: los inicios de Trono de sangre, de Kurosawa; de Jersey Boys, de Eastwood: en la primera es la neblina, en la segunda el cielo níveo; en las dos, la asunción blanca de la pantalla grande, sobre la cual ingresar en el Japón feudal o en los años '50 de New Jersey. Hay otro ejemplo, de los más bellos del cine: cuando los Taviani adentran a sus hermanos protagonistas en el Hollywood de Good Morning Babilonia: tras la bruma repentina,se descubren formando parte de una historia de reyes y caballeros; por un momento la confusión trastoca todo, en ellos y en quienes miran el film.
En Schonfeld hay una asunción de esta problemática, de esta creencia. De igual modo, se adentra en el mundo que significa la comunidad alemana de Entre Ríos a través de una presencia extraña, tal vez sanadora, algo milagrosa. Su aparición es fortuita o por lo menos no explicada. ¿De dónde viene esta santita? Ella nunca dice que lo sea, tampoco lo niega. Mientras, la comunidad rural comienza a tratarla de manera cuidadosa; no faltarán las ofrendas, los obsequios, los rezos.
La helada negra es esto, pero mucho más. La ilación argumental no es lo que de veras importa en las imágenes de Schonfeld. Su interés se nota al ahondar en un abismo que resulta embriagador, pagano, onírico. Para lograrlo se vale, por una parte, del conocimiento de vida que tiene sobre lo que filma; pero también, de lo inevitablemente extraño que él mismo debe haberse vuelto, puesto tras una cámara, dedicado ahora a capturar y mirar lo que los otros hacen. No hay retrato posible sin la distancia. Es por esto que la figura que encarna Ailín Salas no deja de ser la de un alter ego, situada dentro y fuera a la vez.
Tal cuestión se rubrica en su carácter de actriz profesional, rasgo que no comparte con ninguno de los demás partícipes. Los mismos, por otro lado, de la anterior Germania. En este sentido, La helada negra es una profundización mayor, un capítulo más, dentro de las obsesiones de Schonfeld. Paisaje, iconografía y personajes, se reiteran. ¿Cómo ingresar al lugar, al ámbito familiar y cotidiano, sin dar cuenta de la experiencia vivida por fuera de él? Para el caso, vale precisar la estadía del realizador, durante la escritura del guión, en Jerusalén; a la par, ni más ni menos, que de László Nemes, el director de El hijo de Saúl.
La elección de Salas no es menor. Su destreza la lleva a adoptar las maneras del habla, los ademanes gestuales, de quienes se rodea. También porque fisonómicamente encarna el cuerpo de la niña-mujer, de edad imprecisa, con rasgos delicados. Su comportamiento deja claro que sabe más que lo que dice. Cuando se viste con la ropa que le dan, corporiza los fantasmas de quienes ya no están. De manera casi ingenua, actúa la situación, sus palabras parecen esconder algo.
En tanto, la amenaza de la helada atraviesa el ánimo de la gente. El temor de reiterar desgracias aparece. Tal vez la aparición de esta santita sea el signo esperado. Hacia ella se encaminarán los deseos de bienaventuranza. Que sean las mismas y reales personas del lugar quienes lo encarnen, acentúa el límite raro ante lo actuado. Consecuente con un cine que escapa a categorías, La helada negra es documental y ficción, deja que tales instancias adhieran sobre sí mientras sobrelleva el misterio de su personaje.
Llama la atención la naturalidad con la que se actúa, algo ya presente en Germania. Se relaciona, otra vez, con el límite raro aludido. Pero todavía más, dado el cuidado formal que el realizador imprime en cada uno de sus planos. Muchos de ellos, a través de movimientos de cámara precisos, en donde nada está fuera de lugar. Cómo logra Schonfeld hacer comulgar tales instancias, es otro de los encantos de este film.
Lo que asoma, en este sentido, es un relato pausado, que se demora en las sensaciones con las que se va encontrando. La santita será parte cada vez más natural de este entorno. Con ella la película logra una armonía imprevista, ya que se siente el desafío mismo de introducir a la actriz, al personaje, en un hábitat de costumbres y ritos heredados.
Habrá una secuencia que hiera, o que por lo menos abra un paréntesis. Qué es lo que pasa allí es algo que se anuda con el fuera de campo, con la historia de esta mujer sobre la que no se sabe más. Son datos que apenas sugieren, pero no por ello alterarán lo visto. En todo caso, no harán más que acentuar la fe que se necesita para permitirle a la película, y su personaje, persistir en su cometido.