La helada negra mantiene firme la identidad del director entrerriano Maximiliano Schonfeld, al tiempo que busca aumentar el pulso narrativo.
En su ópera prima, Germania (2012), Maximiliano Schonfeld lograba algo notable: filmar un gallinero poéticamente, bajo encuadres frágiles y perfectos bañados de oro podrido, convirtiendo a los pollos en deidades desgraciadas.
Con La helada negra, su segundo filme, Schonfeld regresa al campo, a los rostros curtidos y a una resaca de inmigrantes alemanes en un pueblito de Entre Ríos, creando un folklore mixto a base de tirolesas, Street Fighter y partidas de truco.
Si Germania retrataba a un grupo endogámico de campesinos a través de viñetas atmosféricas, La helada negra se propone como una instancia superadora de ese universo estético. Respetando su sobriedad, el director aumenta los porcentajes narrativos.
En esta ocasión, al grupo endogámico llegará una intrusa, la misteriosa –sin importar qué película– Ailín Salas, que parece tener poderes mágicos para revertir una mala cosecha. Este punto de partida se torna más interesante cuando descubrimos que en la granja habitan únicamente varones. Lejos de caer en el lugar común de la riña masculina, la película aborda lo femenino como bonanza y elemento unificador, no sólo entre los hombres de la granja; también en una comunidad que debilitó su identidad extranjera.
Uno de los aciertos de Schonfeld es plasmar ambientes toscos, sucios, e incluso podridos, con rigurosa prolijidad. La puesta de cámara es exquisita sin caer en el ridículo bucólico o en el pintoresquismo cobarde. Schonfeld sabe qué está filmando y no busca plastificarlo. En La helada negra, los galgos corren sus carreras y las vacas muertas son arrastradas por la tierra. Ninguna de estas imágenes perturba porque son tan auténticas como bellas.
Al rostro hermético de Ailín Salas se le contrapone el rostro introspectivo de Lucas Schell. Lo atractivo de esta dupla protagónica es cómo desde facetas opuestas transmite el mismo desamparo. Sabemos de entrada que allí no comulgará la carne y eso reformula la tensión, la lleva hacia otro lugar.
El diseño sonoro a cargo de Nahuel Palenque es un pilar para enrarecer la narrativa, aunque por momentos caiga en algunos subrayados con una música dark ambient. Otro aspecto cuestionable es la incursión del videoarte “friki”, cuando ya desde el montaje se dislocan los espacios y se entrecruza la temporalidad.
Pecados menores si consideramos que este filme afianza la mirada de un director. Cuando La helada negra concluye, algo del orden místico nos hace suponer que Schonfeld volverá con más fuerza.