El cine de Maximiliano Schonfeld es un cine de límites y de indefiniciones, algo que le posibilita que la construcción del relato y los personajes que la componen sean interesantes en cuanto aquello que no se muestra o dice en el campo de la acción.
Si en “Germania” (2012) una ida era el punto de comienzo de la narración, en “La helada negra” (2016), una llegada es la disparadora de conflictos en un pequeño pueblo del interior profundo del país en el que nada nunca pasa.
Una joven (Ailin Salas) llega con toda su impronta citadina, pero también con sus irregularidades, dudas, deseos y fantasías cargadas en una imaginaria y pesada mochila. Los hombres la miran y las mujeres también, principalmente las más pequeñas, que se dedican a criticar la vestimenta como si se tratara de un caso de vida o muerte: “esa pollera es de verano, no puede usarse con esa campera de invierno”, dicen, al pasar, o dirigiendo todo el odio que pueden hacia ella.
Pero además de las jóvenes, un muchacho se quedará impregnado por los consejos que recibe por parte de esta mujer que llega y que le hace salvar una cosecha con algunos trucos que él desconocía.
Luego del suceso los jóvenes se sentirán conectados con la mujer, quien avanza en el pueblo a paso firme, evitando los conflictos y considerando que su sola presencia modifica hasta el aire que cada ser vivo comparte en el pequeño pueblo.
Schonfeld documenta la rutina de cada uno de los integrantes del lugar, y la acompaña con una tensión in crescendo que responde a algunas decisiones narrativas interesantes, como la inclusión de imágenes que se funden con rostros o lugares.
El misterio se va urdiendo, y si los procedimientos de resumen de la historia prefieren la elipsis, la metáfora y hasta el oxímoron, como manera de enrarecer las atmósferas, es porque sabe que a “La helada negra” le interesa más el cómo que el qué del acontecer de los personajes.
Las rutinas se desnudan y se chocan ante el hecho irreal y fortuito de un milagro que en apariencia la recién llegada pudo hacer, pero también en la cercanía con el imaginario religioso, como en esa carreta, móvil icónico de la fe, hay una decisión por defender lo pagano que alrededor de la joven comienza a suceder.
El cine nacional anda gustando de estos pequeños relatos con personajes intrascendentes que se potencian en descripciones, como recientemente lo ha hecho “El eslabón podrido”, y en los que además se suma una impronta de género que fortalece la propuesta.
Aliin Salas logra una de sus interpretaciones más sentidas, como aquella joven que puede manejarse entre extraños y dejarlos con un sabor amargo sobre su aparición y relacionamiento, pero quizás en lo despojado de relato se pierde esto por intentar crear un universo tan pero tan hermético que quizás excluya a aquellos que llegan al mundo de Schonfeld sin saber, con anterioridad, a aquello se expondrá.