La hermana de Mozart cuenta la historia de Maria Anna, opacada por el genio de Wolfgang y obligada a vivir en segundo plano.
La familia Mozart sale de viaje por distintos pueblos y ciudades para ofrecer su gran número: Wolfgang, el niño con capacidad prodigiosa en el manejo del violín, el fenómeno que años después será conocido como el maestro del Clasicismo. Maria Anna, su hermana mayor y a la que llaman cariñosamente Nannerl, también tiene talento: compone unas partituras descomunales. Pero el siglo en el que vive no le permite ser. El padre se niega a darle clases como lo hace con el joven Mozart, la sociedad es prominentemente masculina y las mujeres están relegadas al papel de amas de casa o a convertirse en monjas, símbolo por antonomasia del celibato social.
La coerción que ejerce la época sobre el género femenino, con el sistema monárquico como instrumento principal, opaca y deja en la sombra a Nannerl, quien a su vez es la sombra de su hermano menor, muy a pesar de Leopold, el padre. La independencia y el triunfo personal son casi imposibles para cualquier mujer. A Nannerl no le queda otra que ayudar a su hermano a componer en el piano, a anotar las notas que se le ocurren cada mañana. A la joven y talentosa muchacha le ganan la resignación, el silencio y la paciencia. El genio de la familia es su hermano, un niño inquieto y juguetón, pero serio y educado a la vez.
Lo que hace el director René Féret en La hermana de Mozart es colocar un eslabón más en esa especie de subgénero al que nos tiene acostumbrados el cine francés: el qualité de época, películas con sensatez y sentimientos y buenas intenciones pero que inevitablemente caen en el tedio soporífero. Pero hay algo en la cámara de Féret que llama la atención y permite seguir el hilo de una historia aburrida desde el vamos, donde los personajes hablan como si estuvieran susurrando algo grave y el violín de Wolfgang se hace oír entre la aristocracia, mientras Luis de Francia conoce a su hermana y le propone escribir su propia música.
El filme no aporta demasiado, hace todo un despliegue escénico y de vestuario para decir poco. Quizás su gran problema estribe en la falta de profundidad en el tema. Su director no se juega por una postura al respeto y al tratar de ser objetivo naufraga entre candelabros y palacios y pelucas a tono con el momento histórico.
La película es prosaica, de encuadre correcto y sin ningún giro o vuelta tuerca o ingrediente desestabilizador que ponga en tensión la historia, y su linealidad narrativa nos lleva lentamente hasta un final, que cumple pero no satisface del todo, que es necesario pero no suficiente.