Mi purgatorio privado
Del poeta Dante recordamos su Infierno, con sus ríos de fuego y su intrincada jerarquía de criminales y castigos propicios a sus pecados, todo ello seccionado prolijamente en círculos concéntricos hasta llegar al gélido corazón del averno. Menos populares son su Purgatorio y Paraíso, los otros dos tercios de su Comedia, y sobre los que bien podría estar basado La hora de la religión (L’ora di religione, il sorriso di mia madre, 2002).
Ernesto, pintor e ilustrador de cuentos para niños, recibe la visita del Santo Oficio. Un cura le anuncia que se está considerando seriamente canonizar a su madre como santa. Habría muerto años atrás, cuando su hermano la acuchilló en la cama. El problema es, ¿estaba despierta o dormida? Si dormía no podría ser mártir, ya que no perdonó la mano que la mató. Si estaba despierta, entonces tal vez le perdonó, y la cuestión ya es otra.
Al ateo Ernesto el asunto le tiene sin cuidado. A su familia (hermanos y tías y su ex mujer) no. La oportunidad lucrativa detrás de la canonización de la matriarca es tentadora. Comienza una carrera de fabricación de evidencias y testimonios, de imágenes e íconos, de una vida entera. Mientras el fantasma de su madre es impulsado hacia los círculos más altivos del panteón cristiano, Ernesto da un paseo surrealista de viñeta en viñeta, purgando dudas sobre su propia identidad religiosa y, en verdad, su identidad como padre y ser humano.
Yuxtapuestos el camino del héroe en su Purgatorio privado de coros y salas de espera, y el de la sombra de la madre que pende sobre el hijo desde los andamios del Paraíso, el director Marco Bellocchio abre una dialéctica menos preocupada por enjuiciar a la religión del día de hoy y más interesada en la exposición y el estudio del ser enajenado por sus propios principios, vuelto extraño para los demás y para sí mismo.
El tono es ambivalente: demasiado fársico para ser dramático y demasiado ominoso para ser cómico. Bellocchio no está preocupado en aliviar al espectador. Busca instigar la incomodidad a partir de lo insólito, y a partir de esta incomodidad, la reflexión. La imagen hace asco a la acción; prefiere modular lo afectivo y lo cerebral.
El recorrido del moderno Dante es más sinuoso que su contrapartida medieval, y el viajante es un ser permeable a ideologías que no son la propia, abierto no tanto al cambio como a la reflexión. Esta disposición pasiva refleja mejor que nada al film y sus ínfulas aletargadas de divagación mental. A saber que el viaje es uno místico y más bien onírico, y no hay conclusiones tajantes para los inseguros. Hacia el final de la película, hemos destapado demasiados implícitos, demasiadas adivinanzas y demasiados supuestos como para cerrarla por completo. El viaje continúa.