Uno contra todos
Bellocchio construyó una fábula bella, oscura y farsesca sobre la angustia de un hombre agobiado por el peso de las instituciones: familia, escuela, iglesia y Estado.
“Dejame en paz, andate, quiero estar solo”, expresa con vigor, pero al aire, un niño no mayor de seis años, en el comienzo de La hora de religión, el extraordinario film de Marco Bellocchio. “¿Con quién estás hablando?”, le pregunta muy preocupada su madre, a lo que el chico responde: “Con Dios, le digo que me deje tranquilo, si está en todos lados no estaré libre ni un momento”. Esa asfixia, esa opresión que siente el niño y que trae de la escuela, de su clase de catecismo, es un poco la misma que se apodera de la película toda, signada por la agobiante omnipresencia de la religión en todas las esferas de la vida cotidiana italiana. Lejos del naturalismo al uso, en su antípodas incluso, L’ora di religione es un film soberbio precisamente porque con elementos de la realidad se permite construir una fábula bella, oscura y farsesca sobre la angustia que se abate sobre un hombre cuando el peso de las instituciones –la escuela, la familia, la Iglesia, el Estado– se confabulan para quebrar su independencia y su libre albedrío.
El protagonista en cuestión es Ernesto (gran trabajo de Sergio Castellitto), un pintor e ilustrador de cierto renombre, padre de ese niño atormentado del comienzo y en vías de separación de su esposa. Una mañana, sin aviso previo, se le aparece en su estudio el secretario de un cardenal pidiéndole su ayuda para la beatificación de su propia madre, asesinada unos años atrás a manos de su hermano, un enajenado mental. Al enviado papal no le parece necesario dar muchas razones: confía en que Ernesto aceptará de buen grado comparecer ante el Vaticano y contribuir a la santificación de su madre. Pero a la suspicaz sorpresa inicial le sigue la tenaz resistencia de Ernesto contra todo un entorno que parece conjurado para extraer su consentimiento y doblegar su voluntad. Al fin y al cabo, él no cree en Dios. Y quiere ser coherente, consigo mismo y con su hijo, al que se sintió impelido a inscribir en “la hora de religión” porque era el único de su clase que no acudía...
Hay algo profundamente subversivo en el film de Bellocchio, que va más allá de las banales acusaciones de anticatolicismo que la película recibió en Italia en el momento de su estreno, hace ya ocho años. La primera subversión está en el campo de la forma: el director de Vincere plantea una puesta en escena aparentemente realista, pero en la cual se van produciendo pequeñas fracturas, que van ubicando al film en una esfera de creciente extrañamiento. No se trata solamente del hecho de que Ernesto se siente prisionero de una suerte de complot, que involucra desde las más altas autoridades eclesiásticas hasta su círculo más íntimo. Hay algo más hondo allí y tiene que ver con materiales fuertemente simbólicos, como si la película toda se tratara de un sueño que debe ser interpretado.
Bellocchio trabaja libremente con una riquísima red de relaciones y de asociaciones de ideas y va construyendo una suerte de mosaico, no por legible menos complejo y abierto a diversas lecturas simultáneas. Ernesto es el padre de ese hijo conflictuado por “la hora de religión” del título, pero es un padre que se resiste a ocupar el lugar de padrone que los demás quieren que ocupe. Y de esa madre a punto de ser santificada dice que era “una estúpida” y que, antes de convertirse en la víctima de su hermano, fue su asesina, porque lo mató en vida, lo terminó ahogando con esa sonrisa beatífica que ahora Ernesto ve, como en una pesadilla, magnificada en gigantografías impresas especialmente para promover su canonización, como si se tratara de una candidata política.
Esa espectacularización propia de los rituales de la cultura italiana es un blanco constante de los dardos de L’ora di religione, que carga por igual contra las figuras de la nobleza, la educación, la religión y la familia. Es un film que, además, trabaja en base a la circulación de deseos y pulsiones, como esa puerta que Ernesto deja permanentemente abierta para que entre a su casa no sólo esa bella maestra de religión de la que cree haberse enamorado (¿una fantasía?, ¿acaso las maestras de religión no son feas?), sino también la inspiración que parece necesitar para su labor artística.
La hora de religión también tiene humor, como cuando Ernesto no puede tolerar la vista del Vaticano y se esconde en el asiento trasero del auto que lo conduce a la casa papal, parapetado detrás de unos anteojos oscuros y en posición fetal. Tiene momentos de una intensidad dramática verdaderamente infrecuente, como cuando el hermano de Ernesto, encerrado en su propio dolor, vuelve a maldecir a Dios y a la Virgen (como cuando mató a su madre), y él no puede sino abrazarlo conmovido. Y tiene secuencias de un raro misterio, como esa en la que un arquitecto preso en un manicomio –presidido por la imagen de la Virgen– le confiesa a Ernesto que él enfermó por causa de la fealdad del monumento Vittoriano, ese siniestro altar de la patria que se alza en pleno centro de Roma y que hubiera querido dinamitar. Será Ernesto quien finalmente lo destruya, al menos simbólicamente, en una de sus obras. Y no es difícil ver detrás de él al propio Bellocchio, cargando contra ese símbolo nacional, tan opresivo como el del Vaticano.