El infierno no es encantador
A un señor, muy pero muy ateo, un buen día se le aparece en su oficina un cura para avisarle que su madre muerta puede ser nombrada santa. Al señor se le ponen los pelos de punta, primero porque le resulta incómodo que su mamá pase de la foto de la mesita de luz a los altares y segundo porque le parece que no, que la mujer no merece la aureola que le quieren adjudicar. Poco después, más tarde que pronto, descubre que todo es una fábula que inventaron los miembros de su familia para conseguir las comodidades económicas y sociales que otorga la proximidad sanguínea con un santo.
En La hora de la religión, Marco Bellocchio se dedica a mostrarnos el recorrido de este sujeto por el infierno (un infierno doméstico y personal, pero que, se sospecha, comparte también con el director) en el que el pobre queda sumergido por el proceso de canonización de su madre. En este averno bien gramsciano los demonios no son rojos ni tienen cuernos, la Oscuridad contra la que debe luchar Ernesto es la política, la religión, y la ideología enraizada en la tradición de los italianos que se le aparece por todas partes para aconsejarle que claudique y colabore para poner a su progenitora en el santoral.
Como sucede también en ese otro viaje infernal, el de Tom Cruise en Ojos bien cerrados, el registro de todos los que rodean al protagonista es oscuro, un poco artificial y teatral. Los que lo contemplamos no podemos distinguir qué hay de realidad y qué de fantasmagórico en esos seres que lo rodean y que intentan hacerlo caer. Su mujer, las tías viejas, los hermanos ventajeros, las autoridades eclesiásticas y la nobleza decadente de chupacirios, todos parecen irreales, meros productos de su mente que está luchando para no doblegar sus convicciones.
Pero, a diferencia de la película de Kubrick, donde las tentaciones eran señoritas sin ropa, promesas de lujo y concupiscencia, aquí las categorías morales son tan rígidas que no le permiten a Bellocchio mostrar ni siquiera algo de belleza en el enemigo, admitir que puede haber algo de gozo en la caída. Todo es feo, todo es violento y obsceno en este infierno del director de Vincere. El concepto de pecado no tiene que ver con un abandono hacia el placer, sino que lo que se condena es la falta de valentía para luchar contra las ideas del contrario. Los momentos en que el protagonista más se odia a sí mismo se dan cuando por miedo o debilidad sonríe irónicamente, toma distancia del oponente pero no lo contradice, se muestra distinto pero no “tan” manifiestamente combativo. A pesar de la profunda humanidad que le imprime Sergio Castellitto a su personaje no podemos acompañarlo, porque su disyuntiva entre blancos y negros está planteada en condiciones demasiado radicales que vuelven su dilema ajeno a nuestra realidad.
La hora de la religión es tramposa. No es una película simple, pero sí demasiado simplificadora que esconde el olor a moralina con un rico juego de símbolos, tramas cruzadas y buenas actuaciones. Evidentemente, no es un buen material para los que buscamos formas tibias pero más placenteras y gozosas de caer en pecado mortal.