Estreno tardío y gran película, por momentos magistral, del mejor director italiano en actividad.
Un niño habla solo. Su madre lo mira y se preocupa. ¿Sufre de demencia? No, el niño toma al pie de la letra su clase de religión: si Dios escucha todo y es omnipresente, entiende la criatura, él jamás será libre (“Déjame en paz… Vete de mi cabeza”): lucidez precoz y síntesis filosófica del film. La hora de la religión (también conocida como La sonrisa de mi madre) intenta sopesar cómo nuestras creencias sobre el Altísimo influyen directa e indirectamente en nuestra conducta.
Anticlerical aunque teológicamente respetuoso, el film de Marco Bellocchio parte de una premisa inverosímil aunque teóricamente justificada: la madre de un pintor ateo (el excelente Sergio Castellitto) está a punto de ser canonizada, una operación familiar consentida por el Vaticano. Nada extraordinario parece elevar a categoría de santa a la madre de Ernesto Picciafuocco, excepto por una extraña sonrisa en el momento en que fue asesinada, un hecho que debe ser investigado por expertos en milagros a través de distintos testimonios, entre ellos el de los hermanos del pintor, uno de los cuales está internado en un psiquiátrico. Su palabra puede ser la clave celestial.
Ésta es la anécdota a partir de la cual el mejor cineasta italiano en la actualidad se propone indagar sobre algunas prácticas (la producción de santos) de la institución religiosa más poderosa de la Tierra, sin por esto dejar de interesarse en la institución familiar y la institución médica psiquiátrica, tres obsesiones temáticas del realizador.
Así descripta, La hora de la religión podría ser calificada de densa y ambiciosa, pero el tono cómico y delirante, y también onírico, que articula secretamente el relato suaviza y humaniza los vaivenes espirituales de los personajes y sus cálculos miserables. En el fondo, la gran batalla que propone Bellocchio es la que se da entre un Dios invisible y un dios pagano que sentimos vibrar en el cuerpo: Eros. El amor paterno que expresa el pintor por su hijo y el deseo que habrá de despertarle la enigmática profesora de religión (o agente secreto del Vaticano) de su hijo son dos expresiones de esa fuerza viviente que define la conducta de los seres humanos.
Como sucede en Vincere, Bellocchio demuestra aquí su capacidad única para musicalizar algunas escenas. Véase el momento en que Ernesto abraza a su hermano sufriente. Es un pasaje visceralmente amoroso, y en el momento preciso sonarán las cuerdas de John Tavener. Además, Bellocchio elige el claroscuro para pintar sus fotogramas, una composición de luz que denota perfectamente el mundo emocional de sus personajes. Algunas escenas hilarantes (un diálogo con un cura en una comida popular, un reto a duelo con un conde anacrónico y las objeciones de una tía de Ernesto respecto de su ateísmo) son geniales por su timing y elegancia discursiva, aunque el genio de Bellocchio se constata en cómo registra las inmediaciones e interiores del Vaticano y algunos ritos en donde se intuye un componente delirante de la creencia religiosa.
El disgusto eclesiástico es comprensible, y que la Santa Sede haya denunciado el film indica un desvelo terrenal poco relevante ante la magnitud del sufrimiento de muchos de sus fieles que no eligen la pobreza como opción religiosa sino que la padecen. Lo más curioso de La hora de la religión es que el único personaje que parece amar a su prójimo como a sí mismo es Ernesto, que en el abrazo a su querido hermano enloquecido no hace otra cosa que seguir al pie de la letra al hijo de un carpintero que terminó crucificado por su inconformismo.