Perversos juegos de infancia
A una tradición que en literatura se asocia con Silvina Ocampo y en cine a la dupla Leopoldo Torre Nilsson/Beatriz Guido, viene a sumarse ahora, de modo francamente excéntrico, el debut de Sofía Mora, premiado en la última edición del Festival de Mar del Plata.
Hay una tradición argentina que no mira a la infancia como fuente de toda inocencia sino como zona oscura, ligeramente tortuosa. Una zona de encierros, de casonas, de habitaciones vedadas, de secretos mantenidos o descubiertos, de acechanzas probables o imaginadas, de juegos bastante perversos. A esa tradición, que en literatura recibe los nombres de Silvina Ocampo (sobre todo) y Julio Cortázar (en algunos cuentos) y en cine, los de la dupla Leopoldo Torre Nilsson/Beatriz Guido, viene a sumarse ahora, de modo francamente excéntrico, La hora de la siesta, ópera prima de la treintañera Sofía Mora, que en la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata ganó el premio a Mejor Película Latinoamericana. Acentuando aquellas ligazones y una notoria voluntad de desprendimiento de la época y contexto en los que la película se inscribe, Mora filmó La hora de la siesta en blanco y negro. Lo cual contribuye a darle carácter atemporal. Y también el de un sueño, ligeramente enrarecido o desvelado.
Si la protagonista cierra los ojos, al comienzo y al final, parece menos para soñar que como forma de poner distancia con lo que la rodea. La rodean la muerte, el mundo adulto, una parentela incómoda. El padre de Checa (Belén Poviña) y el Flaco (Elías Maidanik) acaba de morir, y lo velan en la casa familiar. “¿Tu mamá duerme ahí?”, señala un pariente, incrédulo, cuando los chicos le dicen que la madre hace la siesta en la habitación del féretro. “Andá a buscar unos sandwichitos, que yo agarro los cigarrillos y bajo”, le dice Checa, que tendrá unos doce, a su hermano menor, que andará por los nueve o diez. “¿Verlo?”, pregunta Checa cuando alguien pide que habiliten el féretro para que los parientes “puedan verlo por última vez, y todos contentos”. “¿Contentos?”, se extraña el Flaco, a quien la alegría le suena coherentemente inapropiada. “¡No me toques!”, esquiva Checa el pegajoso saludo de una tía (“la de bigote”, especificó el Flaco un rato antes) y ambos escapan con sandwichitos y cigarrillos clandestinos.
Si en esa primera parte el velorio y el encierro imponen una viscosa sensación de malestar, al salir a la calle todo parece abrirse. Como la propia tarde, que es de martes pero, por lo vacía, parecería de sábado. “¿Hoy es martes 13, no?”, pregunta el Flaco, y Checa corrobora. Caminan sin rumbo, descubren una calesita vacía (pero con la música extrañamente encendida), Checa explica en qué consiste el escepticismo y lo ejerce, despotricando por primera vez contra “los yanquis”. Que inventaron, entre otras, la mentira esa del viaje a la Luna y la del Día del Amigo. Entran a una iglesia también despoblada, ven a un tipo que se sube al altar, suben al campanario, siguen a un ovejero alemán que los lleva hasta la casa de un lejano ex pretendiente de ella. El pretendiente se llama Genaro di Pasquale (Francisco Arena), tiene la cara llena de granos, pesa más de cien kilos y se presenta con un “papagayo” de plástico en la mano: la madre no puede moverse de la cama, él es el único en condiciones de atenderla.
El gordo Genaro transpira tanta morbidez como la enorme casona en la que vive, y que está más o menos en las condiciones en las que estaría, hoy, la de La casa del ángel: semiderruida, corroída por la humedad, con el baño inundado. Morbidez es lo que signa la tercera y última parte de La hora de la siesta. Checa cuenta que tanto ella como su hermano se hacen pis en la cama, comenta que Genaro cultiva la pornografía por Internet, Checa y Genaro juegan a una mancha para la que parecen demasiado grandes (o demasiado chicos, según cómo vaya a terminar el jueguito), ella finalmente se borra. “Frígida asquerosa, puta de mierda”, putea el gordo por lo bajo. “Puto”, masculla ella como para sí misma, al salir de la casa.
Con actuaciones adecuadamente hieráticas por parte de los tres protagonistas (todos ellos generan más incomodidad que piedad o empatía) y una prístina fotografía en blanco y negro de Diego Poleri y Matías Iaccarino, La hora de la siesta es algo que se ve poco: una película de sensibilidad y sentido nunca del todo apresables, que no parece tener relación aparente con otra clase de cine que se practique en la época, aquí o en cualquier parte. Un mundo propio, capaz de trocar sordidez flou por lirismo dark en cuestión de segundos (la escena del campanario parece una versión infantil de Vértigo), sin dejar de ser fiel a sí misma. Y a ninguna otra cosa. Habrá que seguir con atención, de aquí en más, a Sofía Mora, una intrusa muy en condiciones, por lo visto, de seguir produciendo extrañeza.