Entre la quietud y la inquietud de la espera
Quien alguna vez haya tomado contacto con la obra literaria de Julio Cortázar, más precisamente con sus cuentos, habrá alcanzado a vislumbrar esa atmósfera entre lo lúgubre y lo melancólico que penetraba espacios amplios en viejas casonas de barrio. También la mirada sobre la infancia -tan poco idílica- resaltando la crueldad típica de los niños; camuflando su inocencia en los juegos de adultos. De todas esas cosas se nutre La hora de la siesta, ópera prima de la realizadora Sofía Mora, además autora del guión junto a Néstor Frenkel (Construcción de una ciudad).
Si hay algo difícil de mostrar cinematográficamente sin apelar al recurso de los tiempos muertos, sin dudas es el concepto abstracto de la espera de un acontecimiento o hecho potencial. Peor aún cuando esa espera se dilata para evitar que llegue el momento de decirle adiós a un ser querido, como ocurre en este caso para los protagonistas, Franca (Belén Poviña) y el hermano menor (Elías Maidanik), quienes acaban de velar a su padre y deben soportar la invasión de familiares y allegados al hogar sin otra chance que la de huir en un paseo por el barrio de casonas vacías, donde sólo se escucha el sonido ambiente de pájaros sin estridencias de motores o gritos de niños.
Entre el tiempo transcurrido desde el velorio hasta la partida hacia el entierro gira la trama de este interesante film, ganador del premio a la mejor película latinoamericana en el pasado Festival de Mar del Plata, que juega estéticamente con un contrastado blanco y negro -con un muy buen trabajo de Diego Poleri en la fotografía- y una ajustada puesta en escena a cargo de la directora.
Así, con el planteo de un recorrido por los alrededores, creando una atmósfera anacrónica al mezclarse elementos del pasado como un viejo televisor (con la llegada del hombre a la luna) y alusiones a la pornografía en internet, señal del presente, Sofía Mora dibuja con trazo fino y estilo este trayecto de transiciones y pérdidas -por momentos onírico- en el que sutilmente los protagonistas van despojándose de emociones, miedos y deseos entre diálogos triviales y la inclusión de un tercero (Francisco Arena) que tiene su misma edad.
Siempre respetando el punto de vista de los niños, el relato acumula situaciones donde la áspera Franca se lleva gran protagonismo, dejando en un segundo plano a su hermano. Sin embargo, ambos se ven atravesados por la insistente presencia-ausencia de los adultos, ya sea en un fuera de campo (en el caso del padre) o desde el encuentro fortuito con una vecina postrada, con planos fragmentados, en una cama.
Todo funciona como excusa para dilatar el regreso al hogar, pero más precisamente en la mirada de Franca es un disparador para tomar conciencia no sólo de la muerte de un ser querido sino también de la pérdida de la infancia; el otro duelo que reposa en la quietud de una calesita vacía con viejos personajes de Disney como gran metáfora que corona la película.