La factoría Blumhouse Productions viene inundando el mercado terrorífico cinematográfico desde hace casi una década con franquicias como “Actividad Paranormal”, “La Noche del Demonio”, “Sinister” y tantas otras que se destacan, más que nada, por sus bajísimos costos de producción, sus “estrellas” ignotas y sus historias de “found footage” y cámara en mano.
“La Horca” (The Gallows, 2015) es un ejemplo más (un mal ejemplo, obvio) de este tipo de cine que no aporta nada nuevo al género e, inclusive, lo bastardea desde sus formas y contenidos. La película dirigida por Travis Cluff y Chris Lofing mezcla un montón de elementos conocidos y súper explotados como el espíritu vengativo, las tramas de adolescentes con sus eternos clichés de nerds vs. populares y todos los lugares comunes que se les puedan ocurrir, incluso, parece inventar algunos nuevos.
Ni la historia, ni los personajes logran introducirnos del todo en un misterio que se revela casi, casi desde el comienzo si uno es lo suficientemente avispado para prestar atención a los detalles que nos tiran a la cara. Eso, sumado a todas las incoherencias y desatinos de la trama, no hace más que alejar al espectador y sumirlo en un aburrimiento tan mortal como la persecución que sufren los protagonistas.
“La Horca” bebé de clásicos modernos mucho mejor ejecutados como “Scream: Vigila Quién Llama” (Scream, 1996) o “El Proyecto Blair Witch” (The Blair Witch Project, 1999). Es más, parece seguir todos los “consejos” que da la primera y caer en cada una de esas convenciones al pie de la letra, sólo que no lo hace con la misma intención que el film de Wes Craven.
La cosa es así. En 1993, durante una representación escolar de la obra La Horca, algo salió mal y un terrible accidente se cobró la vida de un estudiante, Charlie Grimille. Ahora, veinte años después, los alumnos de la Beatrice High School intentan reflotar la fallida puesta en escena, en parte, para homenajear lo ocurrido aquella fatídica noche. Sí, nosotros también creemos que es una pésima idea.
Los ensayos van bastante bien, más allá de la intromisión de los pesados de turno y el hecho de que su protagonista masculino, Reese, carece de talento, pero el pibe tiene varias razones para estar ahí, incluyendo un desacuerdo con el padre y un interés amoroso.
Ryan es la típica estrella deportiva de la escuela que molesta a los nerds y tiene una novia porrista, también es el encargado de documentar el progreso de la obra y lo que capta su cámara es lo vemos nosotros como espectadores. Sí, es ese tipo de película donde cada imagen proviene del punto de vista de uno de los protagonistas, ya sea a través de una filmadora o los teléfonos celulares provistos hasta con visión nocturna.
Para salvar del bochorno a su amigo, Ryan no tiene mejor idea que entrar en la escuela a altas horas de la noche y destruir los decorados para que la obra no pueda llevarse a cabo. Reese tiene sus dudas al respecto, más que nada porque el incidente podría afectar a la tierna e histérica Pfeifer, actriz principal y encargada de montar la producción, pero al final accede al vandalismo con la ayuda de Cassidy, noviecita de su amigo.
Ahí es donde empiezan los problemas, sobre el mismo escenario donde falleció Charlie, un nombre que no debe ser nombrada (porque trae mala suerte), creencia que estos chicos, obviamente, ignoran por completo. Ruidos extraños, objetos que se mueven y puertas que se cierran dejando a los tres jovencitos encerrados dentro de la escuela a merced de “algo” o alguien que acecha en cada rincón oscuro con ganas de cobrar venganza.
La cámara frenética no ayuda, las actuaciones mucho menos, pero son los climas los que desentonan cortando de raíz una atmósfera que, en vez de ser terrorífica, nos arranca unas cuantas sonrisas a causa de su infinidad de falencias.