LA MALDICIÓN DIGITALLA MALDICIÓN DIGITAL
Una secuencia lograda no alcanza para redimir esta pieza paradigmática de terror en muchos sentidos del término.
Dieciséis años atrás, dos directores jóvenes, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, tuvieron una ocurrencia simpática: incorporar las cámaras digitales al género de terror aprovechando el plano subjetivo, aquel en el que la visión del personaje coincide con la perspectiva de la audiencia, como nueva gramática del cine de terror. La intuición era evidente: la amalgama perceptiva entre personaje y público intensifica la identificación y por consiguiente transmite visualmente el estado psíquico del terror. La película en cuestión fue El proyecto Blair Witch, un éxito inesperado.
Pasó más de una década y la democratización de las cámaras ha llevado a que la perspectiva subjetiva se haya naturalizado. Todos filman todo a toda hora y la subjetiva, más que de todos, es de nadie. Sus efectos de sorpresa se diluyen; para filmar, entonces, hay que pensar.
La horca es una de las tantas películas salchichas que llegan a las salas. Subestimación universal del público adolescente global: los estudios las producen en serie, y de lo contrario, como es este el caso, les compran a los neófitos realizadores de turno los derechos de exhibición. Evidencia irrefutable: no hay prácticamente nada de ingenioso en este ejercicio cinematográfico, excepto por una secuencia cercana al final en la que una de las protagonistas se filma a sí misma y la luz elegida para la escena descansa en un rojo omnipresente, composición formal que se diferencia del resto de los planos filmados reproduciendo automáticamente la lógica del registro casero. Esa secuencia completa hubiera sido un corto genial. Sin gritos, sin personajes desesperadamente imbéciles y narcisistas, desprovista de esa metafísica anodina que promueve fantasmas vengativos cada vez que se puede y contextualiza estos relatos insignificantes sobre la ansiedad (existencial) adolescente.
¿De qué va la cosa? En octubre de 1993, durante una obra de teatro colegial, el intérprete, cuyo personaje está a punto de ser ahorcado después de conocer el veredicto de la corte, será víctima de un accidente fatal. El destino de su vida será el cumplimiento real de lo que a su personaje de ficción tendría que pasarle. Unas décadas más tarde, la misma obra se vuelve a representar en el colegio, después de superar el tabú de la muerte de aquel estudiante que ni siquiera había elegido su papel. Por motivos intrascendentes, los nuevos intérpretes de la obra visitarán de escondidas el teatro durante la noche y quedarán atrapados en él. No están solos.
La banalidad de los diálogos es previsible; el clisé en la construcción de los personajes y situaciones, también. A favor de La horca hay que señalar que dejan de lado la inclusión de música (extradiegética), buena decisión que no resulta en una profundización del concepto sonoro del filme. La figura ominosa que los acorrala apenas se verá, lo que no significa que el fuera de campo funcione con eficacia para orquestar el terror, esa experiencia de inestabilidad que tiene lugar entre las creencias que se tienen del mundo y el descubrimiento de que este es menos firme de lo que se cree.
A los cineastas del género (y a sus consumidores) es hora de recordarles que este tiene una tradición. Es hora de volver a ver una de Tourner, otra de Carpenter, alguna de Kobayashi y la única de Laughton. Cualquier cosa que devuelva inteligencia y frescura a un género formidable.