"La huérfana: el origen": el pasado de la maquiavélica Esther.
Algo de carroña hay en esta segunda parte de la saga de terror iniciada 13 años atrás, pero también hay un bienvenido intento por dejar volar la imaginación a la hora crear ese pasado.
La huérfana fue, trece años atrás, una sorpresa en una cartelera comercial ya entonces acostumbrada a adocenar películas de terror muy parecidas entre sí. Pero Jaume Collet-Serra – que luego se asociaría con el duro de Liam Neeson en Desconocido (2011), Non-Stop (2014), Una noche para sobrevivir (2015) y El pasajero (2018)– fue por un camino distinto, cediendo el tiempo habitual de los sustos efectistas (que los había) a la construcción de personajes creíbles y empáticos. Incluso la huérfana del título asomaba querible, hasta que empezaba a arrojar pistas de que lo suyo era, en realidad, llevar la idea del Mal más allá de lo imaginable. Imposible no pensar en la llegada de una nueva entrega como un intento de sacar algunas leñas más del árbol caído. Más aún cuando La huérfana no había dejado bordes narrativos con filo para habilitar esa posibilidad, lo que obligó a los guionistas a recurrir a la inédita idea de hurgar en el pasado de la maquiavélica Esther. 11 en 2009 y ahora, con más del doble, está igualita) pero, en realidad, tiene treinta y pico y un buen periodo de tiempo guardada en un psiquiátrico ruso del que escapó para adoptar el nombre de Esther. ¿Por qué? Porque, una vez fuera, descubrió que su fisonomía era muy parecida a la de una chica con ese nombre desaparecida en Estados Unidos años atrás.
Menuda sorpresa se llevan papá Allen (Rossif Sutherland), mamá Tricia (Julia Stiles) y su hermano Gunnar (Matthew Finlan) ante el anuncio de que la nena está viva. Una sorpresa que se traduce en alegría y la certeza de un futuro con la familia unida para el primero; y en miradas torcidas y un sutil desdén para los segundos. En especial para Gunnar, que cuando deba quedarse en casa para cuidarla termina organizando una fiesta y humillando a su hermana frente a sus amigos. Porque, claro, no solo Esther esconde cosas, como bien sospecha el infaltable policía fisgón que en su momento investigó la desaparición y ahora huele el gato encerrado. Un gato que, por respeto al espectador, no se describirá. Sí puede decirse que el secretito genera un impensado enfrentamiento intrafamiliar no exento de momentos incómodos que convierten a gran parte del clan en una cofradía de despreciables. Sacando esa vuelta argumental, el resto es parecido a lo de siempre: algunas correteadas por la casa con cuchillo (o arco y flecha) en mano, muertes y, obvio, un final abierto, no sea cosa que alguien dentro de trece años quiera seguir sacándole rédito a una huerfanita que de adorable tiene poco y nada.