Esa maldita dualidad
Si ustedes creían que con la saga Crepúsculo terminaba el infame legado de Stephenie Meyer, lamento decirles que no, esta semana tenemos La huésped. Y es increíble ver cómo a pesar del cambio de director, el cambio de entramado visual, el cambio de actores y un escenario completamente distinto, sigue siendo esencialmente un producto de la escritora de la saga de vampiros acartonados pop. No importa si la cuestión pasa por una distopía futurista con autos plateados y “almas” intergalácticas o una ciudad donde unos vampiros milenarios irrumpen en la vida de una chica. Esto es obra de Meyer y ver esta película con la saga Crepúsculo aún en la cabeza transmite una especie de deja vú, incluso si al verla recordamos títulos de culto como Los usurpadores de cuerpos.
La cuestión es sencilla: llegan unos alienígenas desde el espacio exterior que invaden la Tierra y la colonizan a partir de la invasión de los cuerpos de sus habitantes, para llevar a una convivencia universal y pacífica. Aparentemente los humanos somos demasiado “salvajes” y la parte de convivencia se omite, con lo cual sólo queda la parte de invasión de cuerpos. En ese contexto una chica (Melanie, interpretada por SaoirseRonan) lleva a cabo una valiente resistencia, pero en un desafortunado evento se sacrifica para proteger a su novio Jared (Max Irons) y su hermano Jamie (Chandler Canterbury). La cuestión es que es apresada e “invadida” por el “alma” de Wanderer (algo así como entidades espirituales que se alojan e invaden los cuerpos), pero el amor (es la única explicación que dan en toda la película) de Melanie es tan fuerte que continúa resistiendo, a diferencia de los millones de humanos que fueron invadidos. Claro, su amor es único y particular. Por tal razón, a pesar de que “Wanderer” ocupa el cuerpo de Melanie, ella continúa resistiendo en sus pensamientos, oponiéndose constantemente a entregar información a los extraterrestres sobre dónde se encuentra el resto de la resistencia que lidera.
Y este es el disparador del escape desesperado de la protagonista, las dudas de “Wanderer” en las intenciones de sus semejantes en la “colonización”, los problemas de convivencia entre el cuerpo y el “alma” y, cómo no, el amor en un triángulo de contradicciones, una marca de la factoría Meyer. Sí, ahora las contradicciones del personaje femenino vienen por el lado del “alma”, por lo tanto su alma va a querer a Jared por los recuerdos del pasado, pero el cuerpo ocupado por “Wanderer” (luego Wanda) quiere a otro muchacho. Y en eso consiste toda la subtrama amorosa.
Esta es la base de una película que, a pesar de lo previsible del argumento y las enormes carencias narrativas, logra ser digna gracias a la eficiente dirección de Andrew Niccol (sobre todo en las secuencias de acción) y las interpretaciones que hace el talentoso elenco para sostener personajes imposibles. En el medio Niccol parece divertirse poniendo todas esas cosas de chick flick que hacen de este subgénero un kitsch infinito: fíjense que cada vez que se besan Melanie y Jared llueve arbitrariamente, que los personajes se desean y se miden las intenciones en diálogos insoportables y el erotismo insinuado que, aquí sí, es por momentos más audaz que el de Crepúsculo. Sin embargo, también lo empata con una dosis de oscuridad: la secuencia del suicidio del padre de Melanie, la “dictadura saludable” del tío Jeb (William Hurt) o las fallidas intervenciones quirúrgicas de la resistencia le dan a la película una densidad que las entregas vampíricas jamás tuvieron. Nos queda luego un happy ending algo abrupto pero, ante todo, no resulta forzado, con lo cual se cierra una película que más allá de su obvio sustento conservador y religioso no deja de tomar sus riesgos y dar un film honesto.
Un plus: Diane Kruger vestida de blanco como “seeker” luce un cuerpo que por momentos nos hace olvidar la película, sobre todo porque Niccol captura su imagen con particular afición.