La última película de Andrew Niccol parece un producto más o menos prolijo, apenas efectivo, un intento de ciencia-ficción edulcorado con un mensaje lo suficientemente amplio y comprensible como para garantizar su llegada a un público masivo al precio de cancelar cualquier clase de particularidad o búsqueda nueva. La huésped puede aburrir pero nunca molestar; las superficies lustradas y brillantes del colonizado (y mejorado) planeta Tierra representan fielmente el recorrido ascéptico que propone el relato: un análisis somero de las bondades y desgracias de la humanidad y de las “almas” (los extraterrestres que invaden los cuerpos y las mentes) y un posterior balance que organiza en términos de debe y haber los atributos del hombre. El único recurso medianamente interesante en los papeles, pero que el guión enseguida vuelve repetitivo y torpe, es el hecho de hacer de la protagonista un personaje fracturado entre su cuerpo tomado por un alma y sus restos humanos que conviven de manera conflictiva en su interior. Pero lo que podría haber sido el relato de un conflicto más complejo e inquietante termina siendo apenas un combate de voluntades en constante aprendizaje moral: los contendientes están definidos con nitidez desde el principio, cada una (Melanie y el alma) tiene una voz propia y el diálogo de ambas se instala rápidamente como el mecanismo privilegiado de la película mientras que una enseña a la otra lo mejor de cada especie. Llega un punto en que la historia cede ante las exigencias del romance juvenil más lavado, y el futuro distópico y la amenaza alienígena pasan a ser un mero fondo contra el cual se dibujan los contornos de un triángulo amoroso que incluye a una chica escindida entre las ganas de acostarse de con dos chicos y la represión casi fanática de esos deseos. En esos momentos es fácil acordarse de Crepúsculo y sentir el peso de los temas de Stephanie Meyer tanto como la pacatería new age que ya es su sello distintivo.