Dejemos de lado la política; lo que estamos viendo en ese termómetro que es el cine de gran entretenimiento, constantemente, es el fin del mundo como lo conocemos. Aquí, Andrew Niccol, más un guionista que un director (“Gattacca,” “Simone”, “El señor de la guerra”) cuenta la historia de una invasión extraterrestre casi triunfante (usa los cuerpos humanos como huéspedes, a la manera de “Los usurpadores de cuerpos”) y de una resistencia que aún, en medio del desierto, se les opone. Una joven resistente es capturada y enviada como espía, pero ¡ay! ama y resiste a su vez. Basada en una novela de la destrozadora de mitos Stephanie Meyer, que hizo puré a los vampiros con “Crepúsculo”, este pastiche de ciencia ficción tiene algo a favor e interesante: la pelea de un realizador contra un material de base cuya cursilería es aplastante.
En muchas secuencias lo logra, aunque no en lo que concierne al romance, que ocupa demasiado metraje. La manera como están retratados los espacios abiertos y el recuerdo constante del western es un llamado a cierta tradición (también política) y condena, en la puesta en escena, la mirada ultramoderna, pasteurizada, uniforme de las superficies metálicas. En esos detalles de diseño es donde hay que encontrar el verdadero sentido de un film que, por pereza o por presiones de producción, queda en lo narrativo demasiado pegado al lugar común