Es fácil pegarle a The Host por el sólo hecho de tratarse de otra adaptación de una novela de Stephenie Meyer pensada exclusivamente para instalarse dentro del nicho que ella misma ayudó a descubrir con el higienismo romántico/vampírico de la saga Twilight. Después de todo es la repetición total de una fórmula: una leve mixtura de géneros, un trío carilindo de protagonistas para poner algo de suspenso al "amor imposible" -que se sabe desde el comienzo cómo terminará-, diálogos de manual y demás. Pero aún partiendo de esa base, un buen director podría ofrecer algo digno o, por lo menos, diferente. David Slade lo hizo con Eclipse, la tercera y mejor entrada en la franquicia Crepúsculo, y Bill Condon sorprendió con algo de gore en la primera Breaking Dawn. Con Andrew Niccol en los puestos de guionista y director, se podía esperar que ocurriera algo así, pero no lo hace.
El otrora escritor de Gattaca, Simone y The Truman Show –y realizador de las dos primeras- ha tenido dificultades en su vuelta a la ciencia ficción. Aquel que trajo una fuerte bocanada de aire fresco al género al momento de cambio de siglo, parece que ha dejado de esforzarse. El estreno de The Host tiene lugar en el marco de un año de renovación para el sci-fi, una época como hacía décadas que no se daba, en la que cineastas de renombre dirigen a estrellas de Hollywood en apuestas ambiciosas de un tipo de cine que ya no era frecuente. Su aporte a esta vuelta es nulo.
Ya In Time (2011) mostraba signos de un malestar que aquí se potencia. Se repite el romance pasteurizado, las actuaciones acartonadas de sus jóvenes personajes, las líneas trilladas, solemnes, carentes de imaginación y emoción de un guión que hace agua en todo momento, así como también un mal manejo de los tiempos. The Host tiene una excesiva duración de poco más de dos horas, lo que le juega en contra al potenciar las falencias, como su falta concreta de avance y la tendencia a volver sobre sí misma con algunas secuencias. Tanto cuesta definir, que hay dos o tres finales.
Si bien en un primer momento es molesto, el diálogo permanente entre Wanderer y Melanie termina por acoplarse. Una y otra se ponen a su vez en el rol de un comic-relief, lo que conduce a que el largo trayecto juntos –espectador y personaje- se haga algo más llevadero. Hay quienes aportan su grano de arena para que la propuesta no termine de caer estrepitosamente, con un William Hurt que trae su experiencia como el líder de carácter de una comunidad de sobrevivientes y con Diane Kruger como la cabeza de la raza alienígena que invadió la Tierra. Aún así, son personajes superficiales, de una notoria pobreza al momento de la escritura. Ocurre que el conflicto interno que se debate en el interior de un cuerpo que ha sido ocupado por otro ente, está muy poco explorado. Es un terreno unidimensional, en el que sólo el amor prevalece, pero que no explota ninguna otra variante de la rica psiquis humana o, para el caso, extraterrestre.
Este tipo de cuestiones dejan en claro que, partiendo de un material fuente limitado, Niccol no manifiesta ninguna intención de hacer una búsqueda más profunda. En lo que se puede ver, su futuro distópico tampoco tiene elementos que permitan distinguirla dentro del género. En lo que es básicamente una leve variación de su última película, la división de clases entre ricos y pobres fue reemplazada por la de los humanos colonizados y los que resisten en grupos pequeños. Un sector es eficiente, amable, pulcro y su color distintivo es el plateado, el otro es sucio, desconfiado, con manchas de tierra en la ropa. Niccol se volvió un director demasiado transparente para un género abierto a nuevas miradas. Su conformidad al momento de llevar adelante esta película, impersonal al punto de que parece sólo haber prendido la cámara para cada toma prefabricada, lo muestran como el huésped de quien supo ser una década atrás.