Es sabido que el mayor aporte que ha recibido el arte cinematográfico históricamente ha sido desde la literatura, por lo que nunca sería mal vista una nueva revisión de los grandes clásicos. Razón que debería ser muy bienvenida ésta nueva mirada sobre “Madame Bovary”, la obra más conocida de Gustave Flaubert, uno de los más importantes exponentes de la novelística occidental del siglo XIX.
Este acercamiento desde la mirada del siglo XXI se pierde no tanto por el recorrido de la historia en si misma, sino por lo inverosímil del tono propuesto desde los personajes, sobre todo de los secundarios, bien llamados, aunque en este caso no funcionen, de soporte.
La directora Anne Fontaine se inspira en la novela para relatarnos en tono de comedia amable el drama, en principio de la sugestión intrusita de Martin Joubert (Fabrice Luchini), un panadero normando, por una bella mujer en la que, a partir de su belleza, y constituida por su nombre, cree reconocer el destino fatal de la heroína trágica de Flaubert, y todo se sostiene pues en realidad es profesor de literatura y editor frustrado,
Recién llegada desde Londres con su marido Charlie Bovery (Jason Flemyng) al pueblo en Normandía, Gemma, nombrada Madame Bovery (Gemma Arterton), que de ahí en adelante se instala la mirada obnubilada de Martin.
El filme en realidad es un gran flash back en el recuerdo de nuestro panadero, a partir del hurto del diario íntimo de la heroína, sin que el espectador deba saber que sucedió, sólo la angustia por la ausencia de ella en el rostro de su marido
En todo momento da la sensación de no dar en la tecla correcta, como si de escritura se tratara, del Emma original de la novela de Flaubert al Gemma hay una letra que sobra, del Charlie actual al Charles, o la modificación en el apellido de la pareja, podría pensarse como un error de teclado. Dicho de otro modo, toda la realización carece del tono necesario para terminar de ser consistente, creíble y definirse.
Por supuesto que las referencias literarias no se agotan en los nombres, tenemos el arsénico, elemento fatal de la novela, el descubrimiento de la infidelidad de Gemma, o hasta una mención a Oscar Wilde con “la vida imita al arte”.
Sólo la equidad entre Emma y la Gemma de Fontaine es lo que dudan de sí mismas, casi proclives a la baja autoestima en referencia al amor, frágil al extremo, viviendo de manera constante en la incertidumbre sentimental.
Si bien la construcción de sus personajes principales, con la carnadura expuesta por el siempre eficiente Fabrice Luchini, así como la presencia de la actriz inglesa, llena de gracia y sensualidad, desde la pantalla produce en la platea masculina lo mismo que al pobre panadero. El problema es que desde la posición voyerista de Martin cobran mucha importancia aquellos que se establecen en el lugar de la envidia, razón que le da el titulo establecido al filme para su estreno local.
Pero todos, y cada uno de estos personajes, aparecen difusos, mal construidos, el nombrado Charlie Bovery, otros además con muy mala performance de sus actores que no los hacen admisibles, tal el caso de Hervé de Bressigny (Niels Schneider). El punto más alto de la inverosimilitud está dado en el final de la historia que no es coincidente con el final del relato cinematográfico.
La galanura expuesta desde la proposición fluctúa de la celotipia del personaje por fuera de lo literario, el erotismo vacuo, mal entendido en un tono de drama que no termina por desarrollarse, y la utilización mal aplicada de los resortes de la estructura típicamente de comedia sólo el final surte el efecto esperado.
Lo mejor: las actuaciones, el rostro y los ojos del personaje masculino y la sensualidad establecida en el rostro y el cuerpo de ella.