Una desilusión
La película nunca logra levantar vuelo dramático, tanto por el guión como por las actuaciones.
El de la infancia siempre es un mundo atractivo para explorar desde la ficción, sobre todo la época de prepubertad: a los 10, 11 años, los chicos mantienen la inocencia pero ya empiezan a asomarse a los problemas de la adultez. Casi inevitablemente, cuando se narra desde la perspectiva de un chico, la cámara se contagia de la frescura infantil y toda la historia adquiere otra corporeidad. En esos últimos escalones previos a la adolescencia andan los protagonistas, Noemí -es una nena, pese al nombre de otra generación- y Sergio: compañeros de escuela, vecinos, mejores amigos y, quizás, algo más. Pero su burbuja de aventuras se inscribe dentro de un marco poco amable: familias disgregadas -ella es huérfana de madre, él tiene un padre ausente- y una realidad hostil.
Todo transcurre, entonces, en dos planos. El de los chicos, que buscan un tesoro en el jardín de la casa de Noemí, sueñan a colores y encuentran belleza donde probablemente no la haya. Y el de los adultos -la madre de Sergio, el padre y la tía de Noemí- que se las ingenian para proveerles techo y comida como pueden, en unos suburbios -todo transcurre en Berisso- duros de roer para la siempre sufrida clase trabajadora.
El problema es que ninguno de esos dos planos funciona dramáticamente. En principio, se hace muy difícil entrar en la película cuando las actuaciones son una barrera infranqueable. Sobre todo las infantiles (los chicos son debutantes, y se nota) y las de los personajes secundarios (varios de ellos, no actores o actores vocacionales, y también se nota). Se percibe qué buenas intenciones hubo detrás de cada una de las escenas y de las situaciones planteadas, pero muy pocas veces esas intenciones logran concretarse. Y, entonces, La ilusión de Noemí termina siendo una desilusión para los espectadores.