El notable director camboyano Rithy Panh (responsable de títulos como La gente del arrozal, S-21: La máquina roja de matar y Exilio) ha dedicado buena parte de su frondosa filmografía a explorar las heridas abiertas que ha dejado la sangrienta dictadura de los Khmer Rouge.
En este caso, combinando imágenes de archivo con escenas construidas con muñequitos artesanales, regresa a los duros años 70 para narrar las extremas experiencias familiares (suicidios y asesinatos incluidos) y personales (él era apenas un niño y, más tarde, un preadolescente que terminó siendo testigo directo y una de las tantas víctimas del horror) desde que fueron obligados a abandonar la ciudad para trabajar en el campo en condiciones infrahumanas de vivienda, de alimentación y de todos los otros ámbitos imaginables.
El film -que ganó el premio principal de la sección oficial Un Certain Regard del Festival de Cannes de 2013- es un estudio contundente, visceral, íntimo, desgarrador (con un recurso algo cansador como el apuntado de los muñecos de arcilla y una voz en off por momentos demasiado elaborada, pero que de todas formas funcionan bien) sobre la manipulación ideológica, la violencia, el hambre y, por sobre todas las cosas, la despersonalización y la deshumanización en medio del fanatismo, la manipulación y la represión.